La tarde como país GUILLEM MARTÍNEZ
Las noches de Gràcia resultan un tanto agobiantes. Hay calles en las que circula tanta gente que resulta imposible avanzar si te has olvidado el lanzallamas en casa. Además, te ves obligado a esquivar los sprays de espuma que un sector del público adquiere para liarla. La cosas funciona así: un pollo se compra un spray y lo vacía en la cabeza de su novia. Ambos ríen. Supongo que el siguiente paso lógico sería que el pollo le dé con un garrote en la cabeza de su novia y se la lleve a su caverna arrastrándola por el pelo, como Ringo Star en Cavernícola, the movie. Cuando todo acaba , siempre hay ciudadanos en la edad del contrato en prácticas -o, snif, del contrato en prácticas denegado-, que no tienen cash para spray o para novia y que vienen a practicar la melancolía debajo de tu balcón. La melancolía, recuerden, a esa edad se ejerce haciendo el burro a pleno pulmón, en la creencia de que alguien del otro sexo se sentirá atraído por un burro. Para mi sorpresa, a veces funciona y, yupi, se callan. La vida es rara, etcétera. El contrapunto es la tarde. Durante la tarde pasa algo extrañísimo. La gent de Barcelona, como dicen los grandes ideólogos de Gràcia, desaparece. Casi no hay ningún espectáculo. El único espectáculo consiste en observar cómo los vecinos poseen la calle con toda tranquilidad, produciendo la coreografía impresionante y tierna del urbanismo a la medida del hombre. Durante esas horas se redescubren la calle, esa cosa que se inventó en Mesopotamia hace la tira y para una función concreta. No sé cual es la función de la calle esta mañana a primera hora , pero en todo caso la calle en una ciudad moderna no es donde los ciudadanos, es donde los coches. Para ver un dominio tan absoluto y feliz del ciudadano sobre la calle hay que ir a una ciudad urbanizada por el PCI / PDS desde los tiempos del Gobierno Badoglio. O ir a Gràcia durante estos breves días de Agosto, que no conmoverán al mundo, pero sí a quién pase por sus calles durante la tarde. Si pasean por las calles de Gràcia por la tarde verán cosas como éstas. Señores y señoras con la pensión asegurada hasta el 2010 sentados en sillas a las puertas de sus casas y liando la yerba. Ellas llevan abanicos, hablan de desgracias o de cosas fabulosas, de manera que, si las escuchara un marciano, pensaría que en la Tierra sólo pasan desgracias o cosas fabulosas y nunca una gama de grises. Ellos gastan faria y pantalones cortos. Cuando se sientan marcan en sus muslos unos formidables, ejem, güevos, muy en la estética de la escuela de Camilo José Cela. Otros vecinos se decantan por la gran timba de cartas y de dominó. Un detalle: en las calles donde juegan al dominó las esposas con los esposos, las esposas ganan por KO, momento en el que la partida se suspende a grito pelado. La sensación es que, cuando una esposa gana, es como si en USA una esposa protagonizara acto-sexual-impropio. En una calle juegan al ajedrez. Hay un señor canijo, enclenque y blanco como un queso que se está pelando a todo el mundo frente al tablero. Si no fuera por esta experiencia del urbanismo que dura una semana, nadie lo hubiera sospechado jamás. En una plaza hacen una merienda para abueletes. Están sentados en mesas, esperando el rancho mientras un señor con un Cassio les toca una jota. Unos siguen el ritmo con los pies o el abanico. Otros asisten al espectáculo con cara de sí, vale con el del Cassio, pero venga esa merienda. Cuando uno ve a ese último grupo de abuelitos ansiosos por una comida que nunca llega, sabe que en este país tuvo que pasar algo terrible hace tiempo. En una calle hacen juegos para niños. Deben de ser juegos antiguos, pues los premios son frutas, premios de cuando una fruta era algo importante. Si uno lo piensa fríamente, una fruta es algo importante; y una calle, también.
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