Bailar a lo federal
Cuando uno baila, en realidad hace otra cosa. Esta idea queda clarísima cuando vemos a una señorita, glups, practicando la danza del vientre. Pero sucede incluso cuando baila -snif- Ana Botella. La yenca, supongo. En fin. Ayer empezaron los bailes a go-go en las fiestas de Gràcia, y todo el mundo empezó a bailar. ¿Qué pretende todo ese mundo cuando baila? Lo que sigue a continuación es una explicación al respecto de lo que en realidad hacen los bailarines de Gràcia. Tranquilos. Sólo hablaré de lo que se supone que hacen de cintura para arriba. Ahí va. Como sucede con las calles engalanadas, los bailes de Gràcia son una suerte de práctica de la ciudadanía. Todo empezó en el segundo año de la fiesta, en 1818, cuando se realiza el primer baile con poderío, en el palacio de la Virreina, en la actual plaza de la Virreina, donde los graciencs aislaron en su laboratorio sentimental los primeros bailes de talante urbano, tipo baile del ramo y del abanico. Se supone que en esos bailes el ramo y el abanico eran una excusa para bailar, y bailar era una excusa para todo lo que se terciara. La vida, en fin, siempre ha tenido un par o tres reglas fijas. Vaya, creo que estoy hablando de la cintura para abajo. No tengo palabra. En 1843 los cronistas ya apuntan que en Gràcia se han dejado de practicar bailes payeses, que son sustituidos por la polca y el rigodón -rigodón: algo parecido a lo que se baila cuando en verano uno lleva calzado de esparto, pasea por La Rambla y un funcionario psicokiller le pasa la manguera a su paso-. El primer baile en envelat es de 1844. Los envelats son, a su vez, un elemento con el que los ciudadanos marcaban paquete -la ciudadanía consiste en marcar paquete-. Esto de los envelats tiene su miga. No se vayan, que se lo cuento. A lo largo del siglo pasado era muy común que las zonas industrializadas optaran por festejar lo que sea en envelats. Los envelats, contrariamente a lo que se pudiera creer, no eran necesariamente el emblema de un número reducido de potentados. Era más bien un signo de chulería y una declaración de principios de personas de talante progresista, que se unía para financiar un envelat y vivir su derecho al ocio. Es curioso que tanto en el Empordà como en Gràcia, dos regiones muy ideologizadas, con acopio de republicano-federales, se optara por ellos. Los envelats de Gràcia, así, estaban sufragados y organizados por diversas asociaciones festivas, íntimamente ligadas a otras asociaciones políticas. En el siglo pasado, se conoce, los reyes del pollo frito al respecto fueron los chicos de La Banya, una entidad lúdica republicano-federal, que empezó siendo una coral de aquellas que cantaban himnos republicanos y ópera italiana -es decir, más himnos republicanos-. Su centro de reunión era un café sito donde la actual Sala Monumental, a escasos metros del local del Centro Federalista -nota: a su vez sito al lado de la actual pastelería La Colmena; otra nota: para Navidades en La Colmena hacen un turrón de yema que quita le hipo-. Los envelats de La Banya tenían fama de dinámicos y divertidos. Los graciencs optaron por diversos tipos de envelats: cubiertos y descubiertos. Dentro de los cubiertos había también dos tipos: el de la plaza del Sol y todos los demás. El de la plaza del Sol tenía la particularidad de estar cubierto por una lona, sujeta a las paredes de los edificios circundantes por unas argollas. Algunas aún se pueden ver en alguna fachada. Dense una vuelta. Este sistema de anclaje de un toldo es particularmente emotivo, en tanto que es un homenaje a la génesis de la ciudadanía planetaria: lo utilizaban también los romanos y los griegos. En todo caso, ya no se baila en envelats. Se baila. Y como siempre, mientras se baila se hace otra cosa. Por ejemplo, la gente se viste diferente para bailar. Las señoras van a la pelu y, cuando bailan con su marido, ponen una cara maravillosa, cara de alguien que no está bailando con alguien con camiseta imperio. Bueno, voy a ver bailar por las calles de Gràcia. Sorprende que, como todos los años y el año que viene, el gran protagonista de los bailes sea el fet diferencial. Es decir, que a mitad del baile el diferencial de la caja eléctrica se va a hacer gárgaras. Cuando sucede eso, los vecinos intentan arreglarlo distribuidos en diferentes corrientes de opinión. El baile se paraliza hasta que un músico con mangas cariocas de boy de Carmen Miranda tira su pito al suelo, se sube a la escalera y lo arregla en un plis-plas. Aplausos. Hay calles que optan por el grupito ye-ye. Otras por el señor con el órgano Cassio. Esos señores son una incógnita biográfica: a) ¿a qué dedican el tiempo libre?, y b) ¿en qué momento de la vida alguien decide consagrarse a tocar temas como ¿Qué será lo que quiere el negro? con fondo de caja de ritmos? Ni idea. Es un misterio sólo comparable a aquel consistente en dilucidar en qué momento de su vida un niño decide que, de mayor, tendrá una tienda de ropa para niños. También hay otras calles que optan por la discoteca móvil. Una discoteca móvil tiene algo de discoteca precaria en Vietnam 1972. A saber: no se sabe si se trata de una disco o de un ataque de fuego amigo. El público de las disco-móviles es mayoritariamente joven y, como su nombre indica, móvil. De hecho, hay chicas que hacen unas cosas tan espectaculares con -glups, glups, glups, glups- la cadera, que National Geographic debería considerar hacerles un documental a cámara lenta. Sus mamás las miran sin comprender nada, con esa mirada que se le pone a una mamá cuando ve a su hijo conectado a Internet. Un bailongo divertido es el de la plaza del Poble Romaní, frecuentada por gipsy kings y gipsy queens. Uno ve bailar a esas señoritas y piensa que, si es cierto que el pueblo gitano viene de la India, qué diablos hago aquí y no en la India. No se pierdan el último baile que se hará en esa plaza -el sábado-. Volverá a tocar Sabor de Gràcia, los Gràcia All Stars de la rumba. Mañana más cosas, amiguitos.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.