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Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
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'Jamás saldré vivo de este mundo' (4)

El hombre se detuvo junto a él.-Mi hija me ha contado que busca usted un empleo en Santa Marta -dijo. Su tono de voz era el de alguien acostumbrado a dar órdenes y a no perder el tiempo.

-Sí, así es. Aunque... en realidad sólo hasta que encuentre a un amigo con quien...

El Coronel hizo un gesto de impaciencia, levantó la mano como diciendo: "quieto ahí, ni una palabra más, pero qué se ha creído".

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-Mire, podemos ahorrarnos esa parte -dijo.

-Sí, señor.

Al padre de Laura pareció gustarle esa actitud obediente porque, de forma inesperada, echó un brazo sobre los hombros de Asier y se lo llevó hacia el fondo del invernadero, igual que si fuese a decirle algo confidencial, algo que no debieran oír los sirvientes chinos.

-Escuche: es probable que yo le pueda prestar ayuda; dígame detrás de qué anda y veremos qué es lo que puedo hacer.

Es posible que Asier no fuese demasiado listo, pero sí lo bastante como para darse cuenta de qué estaban hablando, para saber lo que significaban de verdad esas palabras: Laura no es para ti; olvídate de ella y quizá te consiga un trabajo de camarero; coge lo que te doy, ahora que aún puedes.

Se volvió una vez más hacia donde estaban Jing Li y Xuang Pei, tan inalterables como un par de hienas disecadas, mientras preparaba algo que decirle al Coronel. Pero no hizo falta, porque justo entonces Laura entró en el invernadero.

-¡Eh! ¡Pero qué es esto! -dijo- ¿una reunión secreta?

Anduvo hasta Asier con una gran sonrisa y le tomó la mano. La cara del Coronel al mirar el animal inexplicable que debían de parecerle aquellos dedos entrelazados se transformó en algo brumoso y oscuro.

-Me juego algo a que mi padre ya te ha convencido para ir de pesca, ¿no? ¿Le has dicho que estuviste en un barco en África?

-En realidad estábamos hablando sobre el modo de encontrarle a nuestro huésped un trabajo.

-¡Un trabajo! ¡Pero papá, si hoy es sábado! Escucha: el lunes nos ocuparemos de eso y, por ahora, ¿no crees que podríamos ser un poco corteses e invitarle a cenar?

El Coronel pareció calibrar la situación. Sus ojos se rasgaron de esa forma en que lo hacen los de una persona que tasa un riesgo, que evalúa a un enemigo, aunque Asier supo en ese mismo instante que no le importaba el tamaño del que él era, sino el tamaño del que Laura lo veía, y que ése iba a ser el punto que pensaba atacar, intentando empequeñecerlo ante ella; intentando degradar, moler, extinguir. También supo que iba a tratarse de un acto brutal, concienzudo, igual que destruir una estatua con un martillo. Asier suponía que estaba furioso después de ponerle en su sitio ofreciéndole un empleo y ver que Laura lo volvía a ascender, cinco minutos más tarde, a la categoría ¿de qué? ¿De novio? ¿De amante? ¿De futuro marido? Sintió vértigo sólo de pensar en eso, en una vida con Laura, año tras año, la piel pálida y los ojos azules, de noche y de día, los pechos perfectos, los labios pintados de rosa, en el jardín, bajo la ducha, sin límite. Una vida con Laura en aquel mundo de coches descapotables y safaris por Kenia y casas con piscina.

-Hoy no puedo, cariño -contestó al fin el Coronel-. Sin embargo... Déjame ver... ¿Y si el viernes llamo a unos amigos y organizamos una barbacoa? Antes solían gustarte.

A Laura le pareció una gran idea. El Coronel, con las hortensias azules en la mano, empezó a caminar hacia el fondo del invernadero. De pronto se giró y dijo: -Por cierto, mi hija tenía razón: cualquier día de estos usted y yo nos vamos a ir de pesca.

Sin saber bien por qué, aquello le sonó a Asier como una amenaza.

Los días fueron pasando mientras se acercaba la fecha de la barbacoa. Asier pensó que el coronel aparecería en cualquier momento a buscarle, que le iba a llevar a algún bancal del río y quizá se sentaran en un puente y a la vez que enrollaban los sedales o ponían los cebos en el anzuelo, le diría: aléjate de Laura, tú no sabes quién soy yo, vete de aquí o dentro de una hora estarás muerto. Sin embargo, nada de eso ocurrió. Ni siquiera volvió a ver a los criados chinos.

Por las mañanas, él y la chica bajaban a Santa Marta, se bañaban en la playa, ella le pedía que le contase historias sobre la época en que trabajaba en el aserradero o en la mina de carbón o en el barco anclado frente a las costas de África y él exageraba, mentía tanto como fuera preciso con tal de darle lo que estaba buscando: esa visión heroica de las penurias, la solidaridad proletaria, la nobleza de opereta con que aquellos hombres corrían graves riesgos los unos por los otros, se jugaban sus vidas por salvar otras vidas.

De noche, cenaban en alguno de los restaurantes del puerto y normalmente Laura pagaba con una tarjeta American Express. La vio muchas veces coger uno de aquellos recibos y poner en él su firma: el trazo firme, las letras inclinadas. Algunas tardes, Asier había bajado a la ciudad para buscar empleo y algunas veces encontró pequeños trabajos, desde fregar la cubierta de una embarcación hasta cargar pescado en la lonja, y sacó de ellos un poco de dinero con el que invitar a la muchacha a comer o a un refresco o al autocine que había en las afueras. Laura le contó que su madre había muerto cuando ella era casi una recién nacida; que los cuadros del baúl eran de su hermano, los había pintado hacía mucho tiempo, a los siete u ocho años, nada más quedar huérfano, y todos representaban lo mismo: su casa y a su madre dormida en el jardín. De su padre no le dijo mucho: había sido, efectivamente, coronel en el ejército y ahora se dedicaba a los negocios. No le explicó qué clase de negocios, pero él ya lo sabía: ésa en la que está todo el dinero.

Durante todo ese tiempo, Asier había intentado hacer el amor con Laura. Se besaban en el jardín, hablaban junto al mar con las manos unidas y a veces, en el coche, le había permitido acariciarla. Pero nada más. Habían llegado todo lo lejos que pueden hacerlo dos personas con la ropa puesta y los botones cerrados. Una noche, cuando volvían a casa, después de beber más de la cuenta en un local del muelle, Laura aparcó al otro lado del pantano, cerca del bosque, y anduvieron hasta un lugar abierto entre los árboles donde había una cabaña de madera, un antiguo refugio de pescadores. Al llegar a la puerta, se volvió hacia él y dijo:

¿Morirías por mí? Ya sabes, como los mineros, como uno de esos leñadores. Él le respondió y entraron. Laura encendió una vela y, de pie, empezó a desnudarse. Llevaba una blusa roja y una falda muy corta; las fue abriendo lentamente y, mientras las dejaba caer, susurró:

-Me apuesto algo a que nunca has visto nada parecido.

Aquella vez tampoco hicieron el amor, aunque ella, después de dejarse recorrer minuciosamente, sin prisas, centímetro a centímetro, se deslizó hacia él y dijo:

-Ni te imaginas lo que te espera.

No era todo lo que Asier quería, pero era mucho. Estaba pensando eso cuando le pareció escuchar un ruido en el bosque. Por alguna causa, se puso a pensar en Jing Li y Xuang Pei, los dos sirvientes chinos.

El viernes, Asier estuvo todo el día nervioso, en espera de la barbacoa. Laura le había dejado un traje de su hermano y él se estudiaba una y otra vez: la chaqueta suelta, abrochada; el pañuelo dentro o fuera; el polo verde, el polo malva. Por la noche, el jardín estaba lleno de faroles e invitados, hombres que sospechó distantes, fríos; mujeres preocupadas por mantenerse a salvo, estables, como si guardaran el equilibrio sobre una cornisa. Nada más llegar a la fiesta, el Coronel salió a su encuentro.

-Oiga, Asier -dijo-, vamos a pedirle un gran favor: nos han fallado un par de camareros y falta gente en la cocina; si no hacemos algo, todo esto va a ser un desastre. ¿Nos ayudaría usted? Vaya dentro, muchacho, dígale a Xuang Pei que yo le he enviado. ¿Lo hará? Que Dios le bendiga -y con esta última frase puso algo en su americana. Asier sabía que era dinero y se preguntó cuánto. Más tarde, mientras partiese carne en la cocina, cuando su traje blanco ya estuviera manchado de sangre, iba a meter la mano en el bolsillo para poder contarlo. Al otro lado de la ventana pudo ver un par de veces a Laura. ¿Por qué no había ido a buscarle? Miró las lámparas rojas en su suéter, en sus pantalones. Todo había ocurrido tan rápido. Supo que la había perdido. Pero no fue capaz de imaginar todo el horror que le estaba esperando.

Mañana, quinto capítulo

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