La gran música
LUIS DANIEL IZPIZUA La última vez que hablé en esta columna de mi ciudad, Donostia, un amigo me recriminó, tachándome de empalagoso. Donostiarrismo insoportable, ése fue el reproche utilizado. Bien, yo no soy donostiarra. A estas alturas, ya no sé muy bien de dónde soy. Quizás de una geografía de imágenes, impresas sobre una cinta emotiva y no sobre papel couché, y la imagen principal pertenece a otro sitio, del que tal vez les hablaré algún día. Pero creo que me llevo bastante bien con Donostia. Acaso porque ella y yo hemos sabido guardar las distancias, y yo, lo confieso, con lo que más me recreo es con lo que se mueve, asciende, bulle, se calla en la distancia. Los abrazos pueden ser esplendorosos, pero explotan siempre en un apagón, mientras que la distancia es inagotable, es como un río que atraviesa diversas orillas, siempre móvil en su radiante superficie y en su fondo vivido. Así Donostia y yo. Y aun a riesgo de resultar de nuevo empalagoso, vuelvo a hablar de mi ciudad. Necesito hacerle un huequecito, entre tanta exaltación de lo bilbaíno y tanta emocionada voz bochera. Ellos, los bilbaínos, cada vez se parecen más a un partido político, dispuestos a hacer lo que sea para captar un voto. Están entusiasmados con ese desfile babélico y cosmopolita, con el asombro de quien no ha visto jamás a nadie que sobrepasa lo cañí. Resulta tierno, visto desde esta ciudad que guarda memoria de Mata-Hari y que vio entrar a Marlene Dietrich en el ya desaparecido Hotel Continental en una de sus películas. Hasta les desvelaré un secreto que tenía bien guardado: en cierta ocasión, hace ya años, hablé con Greta Garbo en un banco del Paseo de Francia. Entonces, aún no existía el Guggy, pero a nosotros el Guggy nos lo dio Dios siglos antes de que se descubriera el petróleo. Pero no era mi intención hablarles de La Postal -arrebatadora estos días bajo la lluvia- ni la de recurrir a esas viejas mitologías que fijan el decorado de una decadencia. El problema de nuestra postal es que sigue siendo asombrosamente bella, pero que carece de contenido, o al menos del contenido adecuado. A diferencia de lo que le ocurre al Bilbao del Guggenheim. Siempre se le ha reprochado a éste su carácter de fascinante contenedor vacío. Pues bien, creo que el reproche no es acertado y que conviene revisarlo. Y es que, al margen de sus obras de arte más o menos maestras, el Guggenheim encierra unos contenidos, vamos a decir intangibles, que son fundamentales en los tiempos que corren. Enumero algunos: apoteosis del presente del indicativo, adecuación para una escenografía del encuentro y el pathos histérico del dassein, o sea, del ser ahí -y que Heidegger me perdone-. Son justo éstos los contenidos de los que carece Donostia. Y lo cierto es que yo no los echo en falta. Tampoco estoy muy seguro de que, a diferencia de lo que sueñan algunos, vaya a hacerse con ellos con el Kursaal de Moneo. Esta obra singular comienza a adquirir su aspecto definitivo y ya deja vislumbrar su carácter emocionantemente acuático. Es una concreción urbana del agua de mi ciudad en esa desembocadura fluvial bellísima. Y es un edificio necesario, aunque sé que más que despertar el entusiasmo sólo ha conseguido sembrar desconcierto. Demasiados temores e inseguridad para una ciudad que periódicamente enarbola pretensiones de ejercer la capitalidad cultural de nuestra comunidad. Demasiada espuma para una ciudad que quizás necesite hacer un examen de conciencia. A veces me da la impresión -y lo digo con el temor de resultar injusto- de que Donostia ha perdido su vocación de ciudad abierta, cambiándola por un perfil más circunscrito a su entorno. Quizás los tiempos le exigían ese cambio, ahora que la velocidad de la información no requiere de ubicaciones privilegiadas para estar al día. Pero, a pesar de todo, creo que el entorno da para mucho más que para el ensimismamiento nostálgico y el paseito. Sí, cierto que Donostia ofrece un programa cultural interesante a lo largo del año. Pero no me parece que la ciudadanía responda con entusiasmo. Es eso lo que debe intentar despertar el Kursaal. Ese entusiasmo que consiguen provocar la Quincena Musical y su director, José Antonio Echenique. De ellos quería hablar hoy en mi columna, pero ya ven, mi incontinencia casi me hace pasar de largo. Sirva al menos este colofón como reconocimiento. Y como aplauso.
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