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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Crímenes civilizados

El trágico y oscuro episodio de la muerte de 38 jóvenes marroquíes el pasado 6 de julio cuando intentaban alcanzar en una barca las costas españolas, conocido ayer en sus terribles detalles pese al tiempo transcurrido, coloca de nuevo en el ojo público el fenómeno de la inmigración clandestina. Madrid, pero también Rabat, debería explicar convincentemente a los ciudadanos las razones de que un drama colectivo de esta naturaleza haya sido virtualmente silenciado, como también el hecho esperpéntico de que en una de las rutas marítimas más transitadas del Mediterráneo los restos de muchas de las víctimas del naufragio, ocurrido al parecer en aguas jurisdiccionales marroquíes próximas a Melilla, permanecieran en el mar días y hasta semanas después de ocurrido éste.Con o sin muertes de por medio, la inmigración ilegal ha cobrado una amplitud que desborda por completo el enfoque policiaco y rígidamente administrativo prevalente en la mayoría de los países de nuestro entorno. Y todos los datos apuntan a su recrudecimiento en un futuro inmediato. Estadísticas de la Guardia Civil hechas públicas el miércoles revelan que sólo en Andalucía se han producido en los siete primeros meses de este año 3.000 detenciones de clandestinos, el 50% más que en el mismo periodo de 1997.

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Un reciente estudio de la Confederación Internacional de Sindicatos Libres apunta la magnitud del fenómeno. Según este cálculo, cada año hay seis millones más de inmigrantes ilegales en busca de trabajo. Aunque la mayoría de este vasto flujo se mueve entre países del hemisferio sur, el porcentaje que alcanza los más industrializados es suficiente para desestabilizar un modelo en general caduco. España, con sus 7.000 detenidos en el primer semestre de este año por violar la Ley de Extranjería -un texto rígido y desfasado que a la luz de los acontecimientos exige una revisión urgente-, no es ni un caso aparte ni tampoco el más grave. Por referirnos a nuestro entorno, Francia e Italia viven estos mismos días situaciones muy crispadas relacionadas con la inmigración ilegal.

Roma, que negocia con Túnez un acuerdo de repatriación, expulsaba ayer a 143 clandestinos paquistaníes y desde comienzos de julio ha detenido a más de 3.000 inmigrantes. La oleada de desesperados llegados a Italia en las últimas semanas desde el norte de África y los Balcanes desborda por completo las previsiones del Gobierno de Romano Prodi. En París permanece ocupada la Embajada del Vaticano por un grupo testimonial que pide una solución digna al conflicto de 70.000 inmigrantes ilegales cuya situación rechaza legalizar el Gobierno del socialista Jospin. La marejada llega también a entornos menos deslumbrantes que la Europa mediterránea. Los antiguos países comunistas de Centroeuropa son ya un imán para los desheredados de más al Este: rumanos o ucranios buscan en Hungría o Polonia su modesto Eldorado.

España es todavía un país más de tránsito que de acogida. El aguijonazo de la inmigración, por tanto, suele circunscribirse al verano, cuando nuestras costas son asaltadas por las barcas de quienes suelen viajar de la miseria a ninguna parte asumiendo cualquier riesgo. Es la época del gran negocio de los modernos negreros. El estudio de la confederación sindical internacional cifra en 7.000 millones de dólares (un billón de pesetas) el dinero que mueven cada año las mafias del comercio humano. Esta dimensión del problema, una de las más cruciales, es la que, sin embargo, raramente se aborda en los pronunciamientos oficiales sobre el tema.

Llegar a acuerdos en despachos gubernamentales es relativamente fácil, pero asegurar unas fronteras custodiadas en muchos casos por mal pagados funcionarios es cosa distinta. El crimen organizado en torno a la inmigración crece y se afianza. Cruzar el Estrecho en patera cuesta entre 100.000 y 300.000 pesetas. Recorrer media Europa en camión puede triplicar estas cifras. De ahí a la semiesclavitud, o la prostitución en el caso de las mujeres, no hay más que un paso.

No hay barrera o alambrada -como se sabe muy bien en Ceuta, cinco años de trabajo, 5.000 millones gastados- que pueda frenar el avance hacia la dignidad de multitudes que padecen hambre o sufren violencia. El problema de la inmigración clandestina es básicamente un drama humano, y sólo se puede afrontar globalmente, también en España, desde una perspectiva solidaria. La cooperación económica, y no los guardias de fronteras, es la única herramienta posible. El enfoque policial o administrativo, aunque imprescindible, no puede achicar el foso entre quienes tienen y quienes no. Ni tampoco evitar tragedias como la ocurrida el 6 de julio en aguas de Nador.

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