Mendigos en el paraíso
ENRIQUE MOCHALES Algunos son insistentes cual martillo pilón, se dividen entre tristes y reivindicativos; otros reparten poesías de pacotilla junto a postales de payasos que miran lacrimosos una flor mustia. Se interponen entre la pareja de enamorados que toma un refresco, deshacen la romántica pompa de jabón amorosa con un gesto mecánico cuando ofrecen su tirilla fotocopiada, ilustrada con una velada amenaza: "Mañana puedes ser tú el que esté en mi situación". La cosa puede repetirse varias veces en el mismo día. Están también los que, en la calle, adoptan posturas físicas dolorosas y humillantes que quieren decir: "Paga por mi sufrimiento. ¿No ves lo que hago para que me des unas monedas? ¿Acaso no demuestra eso que necesito el dinero de verdad? ¿No te sientes culpable?" Esos son los verdaderos faquires de la mendicidad. Yo me he preguntado a menudo en qué clase de trance están, arrodillados y con la cabeza tocando el suelo, o los brazos en cruz. El espectáculo atrona a veces en las entrañas. Uno no sabe si sentir lástima o rebelarse ante el chantaje emocional. Los hay que portan un niño, los que anuncian en un cartel su condición de enfermos, o los que, sencillamente, llevan un resplandor tóxico en la mirada. Y muchos de ellos, si no consiguen dinero, piden acto seguido un cigarrillo que se guardan en el bolsillo. Voy a hacer también referencia aquí a ciertos vendedores de periódicos como La Luz de la calle que carecen de identificación, entre los cuales se cumplen varias circunstancias antes citadas: son, hablando claro, bastante molestos por su tremenda machaconería, lucen unas pupilas opiáceas y piden un cigarrillo si no consiguen vender un periódico cuyo aspecto hace pensar que ha sido recogido del suelo. Quizás alguien me apunte que éstos son usurpadores del puesto de los vendedores legales de dichos periódicos. En todo caso, son indigentes. Consulté en una ocasión a otros ciudadanos amigos para determinar si era subjetiva mi sospecha de que la mendicidad iba en aumento. Me dijeron que, en los últimos tiempos, ellos también habían notado un incremento de mendicantes de todo tipo. Tal vez la mejor estadística sea la de la experiencia personal, cuando a uno le piden limosna cinco o seis veces en un mismo día y esta situación se convierte en un hecho cotidiano y rutinario. Algunos necesitados se mueven como autómatas bordoneando por las terrazas, mientras nosotros, los que podemos, nos tomamos una cerveza fresquita bajo una sombrilla, para protegernos del sol. Permítaseme observar, irónicamente, que son mendigos en el paraíso. Una paradójica caterva de indigentes en la España que "va bien".
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