Verano / 3
Era la hora de la siesta, y de súbito, en medio del calor, sucedió una explosión universal a la que sólo sobrevivimos el hormiguero del jardín y yo. Pasados los primeros instantes de terror, y una vez resignado a la catástrofe, consumía el tiempo sentado en una piedra, observando las costumbres de las hormigas con la pena de no haber leído más atentamente a los mimecólogos de la época, cuando aún había hombres y libros sobre la superficie de la tierra. De vez en cuando, alargaba la mano, tomaba un puñado de insectos y me los metía en la boca para aliviar las acometidas del hambre. La red formada por los pequeños seres se recomponía con una rapidez prodigiosa, en un proceso de cicatrización acelerado.Recibía todo lo que necesitaba, pues, instrucción y alimento, de las hormigas, que me enseñaron, entre otras cosas, la importancia de la rutina en la lucha contra el pánico. Con el tiempo, para variar mi dieta, aprendí a introducir en el hormiguero un palo largo y flexible, que salía lleno de larvas, que resultaron un manjar exquisito, muy rico en propiedades energéticas. Un día el hormiguero habló y dijo que ya era hora de devolverle lo que había tomado de él. Entonces sentí en la espalda un cosquilleo sobre el que me dejé caer como sobre una cama, y así, tumbado, con las manos sobre el pecho, a la manera de un cadáver, fui arrastrado hasta el agujero.
En ese momento pasó un avión por encima de la siesta, me desperté de golpe y vi a un grupo de hormigas arrastrando a un saltamontes moribundo. Comprendí enseguida quién era el saltamontes, y al deslizarme por el cráter del hormiguero tuve una vision de la conciencia, que resultó ser un lugar oscuro, húmedo, lleno de galerías y de túneles. Esa noche fui devorado minuciosamente. Lo que sobró soy yo: esta cáscara llena de escrúpulos.
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