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Tribuna
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Sin ira

Ahora -mañana, pasado, a lo largo del primer fin de semana de agosto y en días sucesivos- huirán de Madrid los madrileños. Algunos, por desgracia, encontrarán en la carretera un descanso más profundo que el anhelado: el descanso eterno. Nadie tiene la culpa, todos tenemos la culpa. Otros buscarán tesoneramente, y acaso hallen, ese remanso de paz y silencio que sólo ellos conocen y al que se aferran cual lapas, procurando que no se entere el prójimo, por si acaso. Pero muchos, acaso la mayoría, perseguirán un sueño imposible, la vivencia infantil de aquel pueblín pescador ingenuo, hospitalario, barato. De aquella playa gigantesca y cósmica, con sus blancas arenas, aguas azules, mágicos bosques de algas, fauna primigenia poblando el mar y los acantilados, que tan sólo él hollaba hace treinta o cuarenta años. La vivencia es tan fuerte que no quieren ni pueden darse cuenta de que el pueblín o la playa añorados ya son otra cosa, un dique inmisericorde de rascacielos, un masificado Benarés. Al pueblín o la playa se los merendó una ciudad enorme, nadie sabe cómo ha sido; circular, aparcar, comer, dormir y hasta hacer pis resulta más difícil que en Madrid durante el invierno; y en la playa antaño ignota hay que disputar con uñas y dientes el derecho a tumbarse al sol, las algas están fláccidas, la fauna se extinguió, aquellos firmamentos tachonados de estrellas desaparecieron, el silencio se fue, ¡qué le vamos a hacer! Y conste que escribo esto sin reproche ni acritud: cada vida es un mundo y todo el ídem tiene derecho a divertirse a su modo. Pero convengamos en que hemos perdido muchas cosas, demasiadas.Quienes permanecemos en Madrid pensando que es la mejor ciudad de veraneo, no obstante el calor, los restaurantes cerrados, etcétera, estamos equivocados, seguro, puesto que la mayoría de quienes pueden se largan, pero se trata de una opción tan válida y respetable como las demás. Algunas ventajas objetivas son, en cualquier caso, dignas de mención, y creo que tengo derecho a exponerlas, ¿no? Tocamos a más espacio, circulamos mejor, aparcamos con más facilidad y, a veces, hasta podemos dejar el dichoso coche en la sombrita, como cuando el motor de explosión andaba en pañales. Tenemos terrazas para paliar la caló de madrugada. ¿Silencio? En este punto no me atrevería a afirmar que somos más afortunados que Lloret, Benidorm o Sanxenxo. Lo impiden por las noches las propias terrazas, bares de copas y similares y, en las calles inmunes a esta plaga, las obsesiones limpiadoras del excelentísimo Ayuntamiento. A las siete de la mañana nos despiertan los gigantescos camiones de las carbonerías haciendo provisión allá para el invierno, a las ocho comienzan los mazazos de nuestro vecino medianero en obras...

Pero hay otras ventajas, desde luego menos obligaciones playeras que en el veraneo, más tiempo para recapacitar. Hace un rato estaba yo pensando, por ejemplo, en la vida social del curso pasado (otra de las ventajas de quedarse es que no hay vida social). España va bien, Madrid va que chuta, de modo que proliferaron las fiestas de presentación de todo tipo, con nutridísimas cotas de asistencia, croquetas cada vez más escasas y chuchurrías y camareros de día en día más pasotas. ¿Para qué sirve organizar un party de promoción de un vino, pongamos por caso, en el hotel más rutilante de Madrid si jamás sale a la temperatura de servicio? Cócteles de autonomías o municipios ultramontanos: el prohombre que llega siempre tarde, los invitados -muchos de ellos primos o cuñados del prohombre, y además en nómina- que padecen hambre y sed de justicia y jamón. ¡Ah, ahí está! Ahora vendrán los autobombos, las presentaciones exultantes y triunfalistas, a veces tan prolongadas como los antiguos desfiles del Ejército Rojo, pero el público (viejecitas de esas que se cuelan todos los días en los saraos y parientes de la autoridad) aguanta bien. Lo que no se aprecia por allí son periodistas cualificados para contar de qué va aquello...

Otras recepciones promueven un perfume, un lo que sea. Resulta penoso contemplar a la aristócrata de alcurnia esperando que llegue un famoso para hacerse "el afoto" junto a él. Larga espera. Sombreros torcidos, medias torcidas, al final se tuerce todo. La gastronomía brilla por su ausencia, la vida lúdica se muere a chorros. Como en el caso del pueblín, nadie sabe cómo ha sido el deterioro, pero fue. Lo digo mirando hacia atrás sin ira, pero sí con pena. ¡Qué felices éramos cuando España iba menos bien!

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