Basura

El termómetro sube y sube. Treinta, treinta y dos, treinta y cinco grados. El estío pone al descubierto realidades secretas. En las proximidades de mi despacho, ciudadanos ignotos abandonan sus domicilios huyendo de la asfixia. Hay ancianos sentados en los bancos con la mirada perdida y la boca abierta para aspirar el menor airecillo. Se orean muebles humanos que jamás pisaron la calle durante 11 meses. Una octogenaria de cabellos azules pasea a un caballero enajenado que exige con suaves quejidos un chicle. Se multiplican las sillas de ruedas empujadas por dominicanos y ocupadas por trasgos. Y al atardecer, meneando la testuz, aparece el monstruo hidrocefálico.Pero no sólo escapan de sus casas expulsados por el sofoco los reclusos perpetuos, también penetran al asalto por la ventana abierta cientos de ruidos que durante el invierno detienen persianas y porticones. Nos perfora el cerebro el berbiquí de las motos, el aullido lelo de tascas y tascucios, el berreo de bares y chiringuitos, las televisiones oligofrénicas, la inmensa tabarra del músico ambulante perpetuo. El ruido es una basura que no infecta el cuerpo sino el alma, y por eso ninguna Administración lo combate. El ruido impide pensar, leer, hablar, contemplar, razonar, de modo que está muy bien valorado políticamente. El ruido es incluso "lúdico", meta suprema de la moralidad hispana. Muchos políticos aman el ruido porque también ellos son mero ruido. La basura sonora no huele, no se ve, no se la puede tocar, carece de sabor, su acción es imperceptible; penetra como un fantasma por el oído, destila en el cráneo sus ácidos y descompone y arrasa todo lo que ha podido crecer allí dentro. En recientes trepanaciones de afectado sonoro se observa una cámara totalmente vacía, iluminada por una fosforescencia verde.
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