Oradores
Los españoles solíamos ser muy retraídos a la hora de hablar en público, aunque fingiéramos lo contrario: "Te digo, Mariano, que tengo una labia...". Sí, sí, labia. Hasta la aurora boreal de la transición democrática, los invitados a programas de TVE aparecían cortos, romos, encogidos, monosilábicos, como Ronaldinho en el guiñol de Canal Plus. Y no todas las razas eran así. A mí, que andaba mucho por Londres, jamás dejaba de sorprenderme la soltura de los británicos en situación semejante, su seguridad ante las cámaras de la BBC o la ITV. Un español amigo mío y residente en Londres gustaba de llevar a sus niños a los programas matutinos cara al público, y me contaba que los chavales se quedaban fosilizados en sus butacas mientras la población infantil autóctona se reía, aplaudía o brincaba siguiendo gozosamente las indicaciones del monitor. O sea, que la raza hispana no sólo se retraía a la hora de hablar, sino que también le daba vergüenza imitar los visajes del monitor, no se soltaba. Solíamos decir para consolarnos que los ingleses no tenían "sentido del ridículo", frase que no oigo ahora, seguramente porque lo hemos perdido.Pero volvamos a Madrid. No andábamos bien de pasta y alternábamos poco, así que mi mujer y yo solíamos esperar como agua de mayo cualquier oportunidad de cuchipanda, como aquel almuerzo anual del Centro Riojano que se celebraba en el restaurante El Bosque y al que solíamos invitarnos. Qué rico todo, qué hambre retrospectiva, qué frenético bailongo, una vez repleta la andorga, en el patio, emparrado si no recuerdo mal. Antes habíamos escuchado respetuosamente los discursos, que empezaban siempre con la frase "yo no soy orador" y, efectivamente, los demóstenes de turno jamás lo eran... aunque nos endilgasen fogosos y balbucientes speeches estimulados por los buenos y sólidos vinos de la tierra y el aguijón de las guindillas.
Sin embargo, el democrático destape no sólo soltó enseguida las tetas, sino también las lenguas. El advenimiento de las televisiones privadas y autonómicas liberó las composturas, las costumbres, impulsó un decidido cambio en las actitudes del pueblo español, y más particularmente de las mujeres, en materia, por ejemplo, de "mores" sexuales. Muy pronto se aceptaron los temas de conversación más escabrosos sin ningún remilgo y creo que nos pusimos a la cabeza de Europa, o sea, del mundo, en cuestión de tolerancia. En nuestros pueblos madrileños (bueno, y en todos) el cambio fue todavía más radical. La Sierra Pobre pasó a llamarse Sierra Desconocida, se quitaron de en medio las negras haldas de la viudez sempiterna, que es la viudez por uno mismo, se escamondaron cogotes femeninos, tiñéronse de rubio los cabellos antes canosos y desaliñados... y, ¡hala!, a Madrid, a triunfar en la tele. Estas féminas liberadas, y otras que ya estaban aquí, no se cortan por nada, no se inmutan ante las más descarnadas historias ajenas y, a poco que se las anime, no vacilan en contar, habla que te habla, sus propias intimidades: "¡Huy!, no veas lo que le gusta a mi marido mi felpudillo, ¿verdad, Cosme?". Y Cosme contesta: "¡A ver, como está mandao!". Ahora sí que aplauden y ríen, y, si hace falta, brincan, cuando se lo pide el monitor.
En las recepciones, ya nadie pronuncia la frase sacramental "yo no soy orador", los pregones de fiestas los pronuncian los futbolistas, todos somos oradores, ¡qué barbaridad! Además, como todos sabemos de todo, ¡qué listeza!, podemos estar hablando, y dogmatizando horas y horas, toda una plantación de soliloquios que ascienden chirriantes hacia el cosmos sin encontrarse jamás. En una cena, una bióloga ajena totalmente al fútbol se pone a hablar durante horas de la cantera de porteros españoles y larga y larga, dejando a todo el mundo patidifuso. O de protésicos dentales, un tema absorbente. Las voces de los y las monologantes, movidas por su afán hegemónico, se han ido haciendo en los últimos años más y más estridentes, decibélicamente incorrectas, y sus presuntos interlocutores jamás podrán superar su volumen. Les queda el recurso de callarse, de hablar a su vez a tontas y a locas, o de morirse. De hecho, he visto ya a muchas víctimas de soliloquios compulsivos desplomarse súbitamente, como heridas por el rayo.
Lo que me induce a pensar que nos hemos pasado en el tema de la liberación oral.
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