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Motivaciones

Este domingo pasado me levanté motivada por tener todo un día por delante para hacer lo que me apeteciera sin ninguna obligación pendiente, sin causa ni explicación ni plan alguno. Salí a comprar el periódico y a leerlo mientras saboreaba un mollete crujiente sobre un velador de un rojo lustroso y recién estrenado junto a la cafetería en la que acostumbro a desayunar. Al volver a casa percibí un ligero calor y me apresuré a bajar las persianas permitiendo que penetrara la luz por entre las rendijas, puse en marcha el aire y, mientras dudaba qué hace a continuación y qué otra medida tomar contra la agresión climática, me senté en la butaca más cercana y asumí que permanecería frente al aparato del frío hasta que la oscuridad paliara el ardor del sol. Como estaba dispuesta a no desanimarme, de nuevo me motivé pensando que sin necesidad de moverme tenía muchas cosas apetecibles que leer. Pasar las horas ensombrecidas pero frescas bajo el ruidoso aspirar del aire acondicionado. A las nueve y media me entró una desazón de encierro, abrí las persianas y aún había demasiada luz. Por fin, a las diez y cuarto salí al encuentro de una amiga y caminamos hacia el río motivadas por una leve brisa, por el azul añil del cielo y el plomizo acharolado del Guadalquivir. Tras todo un día de reclusión en casa, salir por la noche a la calle en verano es como salir al campo, con árboles y pájaros y estrellas, no importa el asfalto, las farolas, los coches y el olor a fritos. No hay nada como levantarse con buen pie para encontrar motivos de satisfacción. Está muy de moda eso de la motivación. Y tiene su sentido, porque es mucho más agradable hacer un esfuerzo con ilusión que sin ella. Cuando oigo hablar de motivar a los niños para que estudien o hagan cualquier cosa que pensamos útil o beneficiosa para ellos pienso que tienen suerte estos críos de ahora, pues a los de mi generación se nos imponía como obligación sin que nadie se tomara la molestia de convencernos. También admito que motivando a los jóvenes para que ocupen el tiempo libre en actividades o diversiones de interés quizá podría evitarse el efecto devastador de las movidas, pero no se me había ocurrido reflexionar, hasta que lo he leído en la prensa, sobre la necesidad que tenemos los adultos de que la Administración nos mueva para que cumplamos gustosamente con nuestro deber. Me ha parecido entender que los expertos desean que la Administración motive a los profesionales de la enseñanza para que éstos, a su vez, motiven a los alumnos para que aprendan. ¡Hombre!, una cosa es pedir una buena preparación e información, que resuelvan los problemas docentes, que mejoren las condiciones de trabajo, y otra necesitar que el padre administrador les estimule la emoción para recuperar la ilusión y transformarse así en hábiles y eficientes profesores. No es sólo que me parezca innecesario, sino que además me parece tan difícil como aspirar a la varita mágica de la felicidad. El día que sea la Administración la que nos motive y no nuestras propias razones será para echarse a temblar.

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