¡Ave Marías!
El 16 de septiembre de 1982 (suelo anotar las fechas que me importan) vine a Madrid a presentar en una sala de fiestas entonces de moda la novela de Juan Cruz Retrato de humo. La persona tomó nota y este mismo periódico reportó que yo apostaba por la literatura española y el resurgir inmediato del idioma español como lengua literaria. Todavía estaban los escritores de la Península anegados por la marea literaria que había venido de América apenas unos años atrás y que parecía imparable por las barreras de contención idiomáticas. Esta predicción no tenía nada de magia, y mucho menos de realismo mágico, etiqueta que pocos sabían que había sido fabricada en Alemania en los años veinte y sirvió para cubrir con un manto crítico a los pintores que se convertirían enseguida al nazismo como una ideología propicia. No se basaba mi apuesta en un capricho español, sino en la certeza de que de América del Sur no vendrían más que los ecos literarios de la guerra de guerrillas, y en Cuba, muertos Lezama Lima, Virgilio Piñera y Alejo Carpentier, en ese orden, la literatura se contentaría con aparecer en la gaceta oficial.Entonces, a los jóvenes escritores suramericanos nada les era más fácil que jugar a la guerrilla guarecidos bajo techo, a resguardo de algún peligro ocasional como la lluvia. Era posible debatir con amigos en un café céntrico de Buenos Aires o Caracas. No se corría ningún peligro cuando estas discusiones se hacían en un ambiente que las sabía legales porque no tenían lugar en el sistema totalitario que fomentaba, cuando no originaba, las verdaderas guerrillas urbanas. En esas disidencias, una tacita de café ofrecida por una camarera con acento colombiano ("¿A usté le provoca un tinto?") o una copita de ron o un vaso de cerveza fría sustituían a la cuartilla y a la pluma o la máquina de escribir, porque es mucho más fácil, ya se sabe, hablar que escribir, aun con una máquina moderna. El traqueteo de la ametralladora verbal sustituía al tableteo de la Remington, esa máquina que tiene nombre de fusil.
Pero la literatura, diosa exigente, cuando se la abandona aun por poco tiempo, sabe vengarse pagando la desidia con el olvido. Toda una generación de posibles escritores quedó reducida a unos gestos que creían literarios. No soy astrólogo, ni siquiera soy dado a cultivar a Nostradamus: prefiero cautivar a nuestra dama, la literatura. Pero, un momento, donde dije cautivar, un acto presuntuoso, prefiero decir cortejar. Como posdata quiero añadir que después de la catástrofe política, con la utopía hecha distopía, han surgido nuevos escritores de valor en América, cuando parecía que habían abandonado toda esperanza los que entraron en el laberinto histórico.
Esa noche en el Bocaccio, que invocaba a uno de los maestros de Cervantes, fue una introducción apenas. Más tarde, el suplemento del Sunday Times de Londres me pidió que escogiera en pocas palabras al mejor escritor español actual. Después de declarar que había dos viejos maestros, los Juanes Benet y Goytisolo, escogí a Fernando Savater como el autor de la mejor prosa que se escribe en el idioma. Siempre me ha fascinado Savater: la facilidad con que escribe sobre los temas más difíciles y cómo se mueve del ensayo filosófico al divertimento de moda y nadie lo puede acusar de facilismo o de frivolidad. Savater es un polemista político que corre al escribir los más variados riesgos, varios de ellos literarios. La prosa de Savater, aun cuando es polémica, sobre todo cuando es polémica, mantiene una elegancia generosa que es innata al autor.
Sin embargo, esa velada literaria debió revelarme, aunque no estaba pensando en él, a un Javier Marías escritor. Allí estaba él en el público, y al saludarme (apenas nos conocíamos) me presentó a una de sus novias, que luego resultó ser una trapecista americana de un circo de lectores. Javier (como comencé a llamarlo desde entonces: un hombre que tiene una novia alambrista tiene que ser mi amigo), que en las fábulas con que nos regalaba Juan Benet tenía maravillosas dotes de volatinero, no era considerado por mí entonces como la respuesta española a Laurence Sterne, que es lo que ha venido a ser. Con su última novela, Negra espalda del tiempo, es tierno Sterne. No habría apostado por él esa noche en que me explayé largo y tendido (tal vez más largo que tendido) sobre el destino español de la literatura en español. Pero en toda hipótesis hay un margen de error.
Marías, bautizado con tino por Benet como el "joven Marías", donde joven se ha convertido en un adjetivo homérico (justamente homérico porque se trata de literatura), es hoy día el escritor español más celebrado fuera de España, y acentúo fuera porque en España, manes de la envidia literaria, algunos pretenden negarlo, que es una negación inútil. Tantos estamos de acuerdo en que es un escritor mayor, que las voces que lo niegan están en rabiosa minoría. Como los premios son mejores que los apremios voy a citar unos cuantos laureles que ya ha recibido el todavía joven Marías: Premio Ciudad de Barcelona, 1989; Premio de la Crítica, 1993; Prix l"Oeil et la Lettre, 1993; International Dublin Literary Award, 1997; Premio Fastenrath, 1995; Premio Rómulo Gallegos, 1995; Premio Arzobispo Juan de San Clemente; Prix Femina Etranger, 1996; Premio Nelly Sachs por el conjunto de su obra en 1997, y aunque no incluyo su primer y su último premio, quiero añadir que el más eminente de los críticos literarios alemanes ha pedido para Marías ¡el Premio Nobel! A su vez, Javier Marías nos ha premiado a nosotros sus lectores con sus ensayos, cuentos y novelas, de las cuales la última es el gran regalo.
Corazón tan blanco y Mañana en la batalla piensa en mí han sido elogiados por la crítica en todas partes y resultado fenomenales éxitos de venta en Europa y en España, y Todas las almas es una incursión feliz de un autor extranjero en ese sancta sanctorum académico que es Oxford. Su última novela, Negra espalda del tiempo, es una espléndida suite de variaciones sobre el tema que se originó en Todas las almas, y todos sus personajes surgen de entre las páginas de esa novela como revenants: persistentes fantasmas literarios.
Marías ha conseguido lo que tantos han intentado después de Sterne: tejer una trama hecha toda de digresiones. Sterne, un verdadero original, opinaba que la digresión es el sol de la escritura. También dijo que por cada broma que hagas te ganarás cien enemigos. Marías ha hecho más de una broma ahora. De hecho, su libro es la más perfecta escritura cómica. Empezando con los nombres de sus personajes, reales o no, pero siempre impronunciables para el lector español. A veces estos
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nombres son de doble dificultad porque son nombres dobles -y, ya se sabe, doblez obliga-. He aquí muestras del elenco: Hugh Oloff de Wet, Gawsworth, Hodcroft, Southworth (que en España se pronunciará, creo, Sutvort), o de tradiciones inglesas como Michaelmas, que Marías se apresura a fonetizar como Mikelmás. Pero la novela, que se inventa en cada página y ante los ojos del lector, tiene una serie de escenas cómicas que podían pertenecer a una sitcom o comedia de situaciones. Como el aparecer y reaparecer de una bolsita de fresas en una librería de viejo, a la que el narrador (que no es otro que el propio Marías) trata de ocultar a los libreros y, embarazado, no sabe cómo desembarazarse, y termina metiéndola en una bastonera -donde sufre divertidas metamorfosis de fresas hechas frases-.
Pero también, como en toda comedia, hay un costado triste. Recuérdese que Goethe dijo del alegre tullido Lichtenberg: "Dondequiera que hizo una broma había un dolor escondido". Marías se vuelve tierno y melancólico después de ser un implacable burlón para hablar de su madre muerta y de su hermano, que murió en edad tan tierna que todavía le duele. La compasión se extiende hasta los personajes, aunque a veces parecen seres creados por pocos amigos, como ese Ewart, que en México se convierte, Poe del pobre, en Edgar, antes de morir de una manera risible (o cómica), pero también muy misteriosa. Cf. una bala débil.
Acerca del estilo. En Negra espalda del tiempo (el título tan apto parece haberlo escrito Shakespeare para que Marías lo utilizara y de hecho es menos misterioso en inglés), Marías no usa el estilo que utilizó en Corazón tan blanco, que lo acerca a una versión española del tupido Henry James con sus vueltas y volutas. Ahora la frase siempre tiene una solución festiva y si hay un personaje notable que escribe sin comas, Marías usa la coma para separar las oraciones que por naturaleza debían llevar punto y tal vez punto y coma (que él detesta más que yo, pero los he usado en este artículo sólo como auxilio a la enumeración) y sus párrafos parecen caer en un estado de comas. Pero donde Sterne usaba el guión doble Marías usa la coma con igual efecto retórico, y en muchas ocasiones con comicidad bien pensada.
Se trata esta vez de una novela de aventuras en que las peripecias son creadas, descreídas y destruidas con una pasmosa facilidad. Marías propone: "Les voy a contar un cuento", y cuenta varios, pero resulta que los cuentos son el contar. La narración es la aventura -y este libro es sus mil y una noches-. Los personajes de Marías van a la guerra y viajan a países exóticos (México para un inglés) a buscar la muerte, para encontrarla en escenarios que pudieran pertenecer al folclorismo de un travelogue para turistas desesperados. Al mismo tiempo es una narración en que el lenguaje se construye y reconstruye con lo que pudiera parecer una extrema facilidad. Así como Marías daba volteretas que complacían a Benet en la Gran Vía, ésta es una novela que disfrutaría Benet (que aparece y reaparece en el libro más vivo que nunca) al ver venir los saltos mortales sin red, pero con palabras, y gozar las cabriolas literarias que ejecuta Marías con aparente abandono. Pero el lector (o por lo menos este lector) sabe que es una hazaña deportiva en extremo difícil. Los desafío no a que se hagan volatineros, sino a que traten de construir una sola página de este libro admirable, que uno (o dos) quisiera haber escrito.
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