La hora de la responsabilidad
LA PUBLICACIÓN del fallo de la Sala Segunda del Supremo sobre el caso Marey ha tenido un gran impacto. No podía ser de otra manera: que un ex ministro, José Barrionuevo, y un ex secretario de Estado, Rafael Vera, sean condenados por actuaciones delictivas en la lucha antiterrorista es un acontecimiento sin precedentes. Se comprende la profunda consternación que la noticia ha producido en el seno del PSOE. Consternación política, porque una decisión judicial de este tenor empañaría el balance de la gestión de sus más de trece años de gobierno y porque esta condena podría frenar el proceso de recuperación que el PSOE había emprendido después de su derrota electoral de marzo de 1996, y tras las elecciones primarias que convirtieron a José Borrell en candidato a la presidencia del Gobierno.Pero la consternación se convierte en un sentimiento incluso personal, porque a muchos dirigentes y militantes les resulta muy doloroso aceptar que dos de los suyos paguen por lo que no pagaron los que sirvieron a la dictadura o los que realizaron actividades parecidas en gobiernos anteriores. Hay entre muchos socialistas una sensación de injusticia atribuible a las peculiares características de nuestra transición.
El PSOE es uno de los dos partidos que hoy por hoy tienen posibilidades de gobernar en este país y lo ha hecho por espacio de 13 años. Este papel institucional clave obliga a sus dirigentes a actuar con máxima responsabilidad y mesura. Sería un enorme disparate que en la emotividad del momento se perdiera el sentido de la realidad y algunos de sus miembros se dejasen llevar por iniciativas de revancha y de retorno al clima de crispación. Enrocarse ahora en sacar trapos sucios del pasado de los demás -que, sin duda, existen- posiblemente serviría sólo para provocar un retroceso en la recuperación política del PSOE. Los socialistas necesitan de un liderazgo fuerte y responsable que mire al futuro más que al pasado, capaz de articular una alternativa política, por difícil que para los militantes socialistas sea la situación actual.
Del mismo modo, sería lamentable que el Gobierno del PP volviera a las andadas y convirtiera una sentencia judicial en un proceso de aniquilación política. Dos años de gobierno deberían servir para acreditar su madurez y responsabilidad, por mucho que sus hooligans mediáticos le exijan sangre en grandes dosis. El PP no tuvo ningún reparo en utilizar la guerra sucia contra ETA como arma electoral contra el PSOE. Sería penoso que el fallo le sirva para recuperar su perfil más agresivo. La proyección de un rostro centrista, como el que insiste en imaginar Aznar, no tendría correlato práctico si los conservadores apareciesen ahora, de nuevo, en la vanguardia de los linchadores. Que el portavoz del Gobierno recuerde a González antiguas promesas antes de que el Supremo publique la sentencia se compadece mal con la moderación que dice predicar. ¿Ha sido un error o es el rostro de míster Hyde que reaparece?
No hay clamor en la venganza más que en la mente enferma de los rencorosos. La historia de los GAL es la historia de un desastre de nuestra democracia. El Estado de derecho ha conseguido, aunque sea con enorme retraso, que los delitos de entonces no queden impunes y eso es positivo para la sociedad. Pero la orgía de satisfacción que embarga a algunos sólo se puede explicar desde la psiquiatría. Todo lo que ha rodeado a los GAL ha sido una catástrofe de la que seguramente nadie debería vanagloriarse. Sin que ello nos haga perder de vista que el origen de todo está en quienes decidieron en su día aplicar a los terroristas de ETA su propia medicina.
Pero a partir de esos lamentables hechos se han encadenado los disparates: la incapacidad de los gobiernos socialistas de asumir a tiempo sus responsabilidades; los encubrimientos y las complicidades de los primeros momentos; el uso partidario de la guerra sucia por el principal partido de la oposición; la utilización del asunto por un nutrido carrusel de chantajistas, inmorales, delatores y justicieros. No hay un momento memorable en los 15 años en los que este asunto se ha arrastrado. La suma de estos factores y despropósitos hace que ahora pueda parecer desproporcionado que unas personas sean condenadas a muchos años de cárcel por acontecimientos tan lejanos en el tiempo. Pero desde estas páginas siempre se ha mantenido, y ahora lo corroboramos, que la última palabra la tenían los tribunales.
Por responsabilidad democrática, todas las partes deben aceptar la sentencia. Lo que no impide el derecho a recurrirla o a criticarla: en realidad, según se presume, dentro del propio tribunal habrá voces discrepantes respecto del fallo. Para establecer un juicio definitivo habrá que conocer la sentencia. Sólo entonces se podrá analizar la valoración de pruebas que ha hecho el Tribunal y los fundamentos de derecho. Sólo los que entienden que la vista oral ha sido un simple trámite para ratificar la condena previamente dictada se atreven a ir más lejos. Sería lamentable que el Gobierno siguiera sus pasos.
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