Verano / 2
Comí en la playa, di una cabezada al sol, y soñé que había una catástrofe a la que sólo sobrevivíamos Arzalluz y yo. Tras los primeros instantes de desconcierto, intenté acercarme a él, por si necesitaba ayuda, pero trazó una raya en el suelo y gritó que no se me ocurriera invadirle. Le dije que nos habíamos quedado solos y que ya no había patrias ni banderas ni bacalao a la bilbaína, pero como insistiera en permanecer aislado, me alejé, y entonces empezó a gritar que no padecía ninguna enfermedad contagiosa. Temiendo, pues, que hubiera visto en mi actitud un gesto de desprecio, regresé a pedir disculpas, y él comenzó a arrojarme piedras para apartarme de nuevo. En el colegio tuve un compañero de pupitre idéntico, que me pinchaba con el compás si atravesaba la línea medianera, aunque se disgustaba mucho si no invadía de vez en cuando sus dominios con el codo. El caso era estar de malhumor.Como le había oído decir a mi padre en numerosas ocasiones que dos no riñen si uno no quiere, decidí marcharme lejos y cometí el error de decírselo a Arzalluz, quien tras confesar entre lágrimas que una patria sin enemigos resultaba inviable, rogó que me quedara para insultarle un poco e imponerle mi gastronomía. Así lo hice durante algún tiempo hasta que, harto de aquel juego siniestro, le pedí que me concediera la nacionalidad. Al principio dijo que sí, pero luego me midió el cráneo y determinó que no era posible.
Lo peor fue cuando advertí que yo mismo me había enganchado en esa relación enfermiza y que mi existencia, sin ella, carecía de sentido. Decidí suicidarme para despertar de la pesadilla, y al abrir los ojos una señora me llamó la atención muy enfadada porque mi mano, durante el sueño, se había deslizado hasta el borde de su toalla: otra patria. Crecen como hongos las patrias. Y las toallas.
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