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Alberto Korda

MANUEL TALENS Aquel niño que escuchaba la radio a finales de los años cincuenta y se estremecía con las confusas noticias procedentes de Cuba -en donde un puñado de insurrectos luchaban contra el régimen de Fulgencio Batista-, fue aprendiendo una década más tarde que los mismos hombres barbudos y sucios de la Sierra Maestra habían impuesto un nuevo sistema en la isla y pugnaban por mantener su independencia del gran gigante del norte. En 1968, durante el Mayo francés, uno de los legendarios pasajeros del Granma, ejecutado poco antes en la selva boliviana, alcanzó el rango de mito universal hasta entonces destinado a las estrellas de Hollywood, convirtiéndose en un santo laico al conjuro de miles de jóvenes que reivindicaban su imagen por las calles de París mostrando una fotografía, en la que su rostro austero, enmarcado por cabellos al viento y boina negra con estrella de comandante, miraba al infinito. Era Ernesto Guevara de la Serna, médico argentino y soldado cubano de adopción, más conocido como el Che Guevara. Fue ese mismo año, en Ginebra, cuando conseguí la traducción francesa de dos libros que me dejaron amplia huella: Pasajes de la guerra revolucionaria, en donde el antiguo galeno describía con trazos precisos las vicisitudes de aquella terrible contienda, y Che Guevara, una biografía apasionada de su amigo Ricardo Rojo. En la cubierta de este último, que todavía conservo, se hallaba el mismo retrato, el cual, parafraseando a John Lennon, era ya más famoso que Jesucristo. Los avatares de dicha fotografía, que inspiró el imaginario colectivo de toda una generación, son algo singular. La obtuvo un fotógrafo nativo de La Habana llamado Alberto Korda, que hasta el triunfo revolucionario se había ganado el sustento ilustrando la vida nocturna, canalla e intelectual de la capital cubana y que en 1960 asumió ideológicamente la nueva realidad, convirtiéndose en ilustrador histórico de unos hechos que modelaron el mundo, la guerra fría y la política planetaria. Y como Korda nunca tuvo sentido economicista de su arte, se la obsequió a un editor milanés -Gian Giacomo Feltrinelli-, que la reprodujo a tamaño póster, ganó millones con ella y no tuvo empacho en olvidarse de dar crédito a su autor. El tiempo, sin embargo, se ha encargado de poner las cosas en su sitio y Alberto Korda es hoy una figura internacionalmente respetada. Hace unos años lo vi en La Clave de José Luis Balbín, conversando sobre el Che con García Santesmases, con Gary Prado (el militar boliviano que capturó al guerrillero) y con un patriota de Miami de cuyo nombre ni me acuerdo. Korda me impresionó por su dialéctica fácil y por su apego inamovible a unos principios, arrinconados en la actualidad tras la caída de la URSS. Y, quien me lo iba a decir (las vueltas que da el mundo), aquel niño que en los cincuenta escuchaba por la radio las confusas noticias procedentes de Cuba estaba hace unos días tomándose una cerveza en un bar de Valencia con el mismísimo Alberto Korda, que había venido aquí, de paso hacia Pesaro, para recibir el premio que le ha concedido la Cartelera Turia. Y me habló largamente de Guevara, de Jean-Paul Sartre, de Simone de Beauvoir, de Régis Debray y de García Márquez. Hay gente que, como el vino, mejora al envejecer. Alberto Korda es uno de ellos.

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