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Sucedáneo de libertad

Los amantes de la acampada buscan tranquilidad y contacto con la naturaleza

VERANEANTESJesús lleva casi un día de acampada. El resto de sus amigos llegará en bandadas sucesivas. Él, y otros tres gaditanos más, forman parte del primer retén organizado por unos 15 veinteañeros para asegurarse unas parcelas en el camping Tau, dentro del Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar (Almería). "Decidimos venir nosotros primero para pillar sitio para el fin de semana, porque no se pueden hacer reservas por teléfono", explica. Jesús está leyendo un libro de mitología que cuenta las hazañas de una raza de enanos, los nibelungos, traducido como los hijos de la niebla, oscuridad del mundo subterráneo en la mitología germánica. El resto de sus compañeros, nibelungos urbanitas, llegará de un momento a otro buscando luz, playa y aire. Y es que en eso coinciden todos los campistas, jóvenes o mayores, aquietados casados o juerguistas solteros, con más o menos dinero, solitarios ávidos de silencio y vida primitiva o pandas de amiguetes que exprimen su energía en viajes de fin de semana. A todos les iguala el ansia de libertad, mitigada con unos días de acampada. A pesar de todo, se saben diferentes entre ellos. Rosa, Mari Paz y Belén, de 24 años estarán cuatro días también dentro del parque natural. Harán senderismo en busca de multiformes calas y playas cristalinas. Viajan con lo justo y con las cuentas hechas: "Venimos de Murcia y repetimos este año acampando aquí. Pero nosotras no venimos con el Fairy, la tele y el vídeo", comentan entre risas. Mari Angeles, en cambio, pertenece al gremio del detergente. Está instalada con toda su familia, en el camping Cabo de Gata. Llevan cuatro años desplazándose desde Huelva 20 días en verano "por la tranquilidad que se respira de lunes a viernes, porque en el fin de semana se llena de domingueros y hay más follón". Ella no quiere ni oír hablar de apartamentos, no cambia las vacaciones en su caravana debajo de un árbol "por no limpiar cuartos de baño y cocina, aquí lo único que lavo es el cacharrito del camping gas y va que chuta". Todas las mañanas, Mari Angeles y los suyos acuden a la playa a coger coquinas que después usarán de carnaza para pescar. "Eso sí, de tele nada, es condición de camping. Aquí venimos a estar tranquilos, a charlar, a pelearnos, a estar con nuestras hijas", dice. A unos metros de distancia, dos matrimonios conversan a la puerta de una caravana. Alrededor se observan indicios de presencia infantil: futbolín, balsa hinchable, pelotas por el suelo y, en el interior, televisión y vídeo. "El chiquitillo es que no puede vivir sin la tele", aclara María José. Su marido y ella son campistas almereinses asiduos, incluso en invierno. Mantienen la caravana en Cabo de Gata seis meses al año. La libertad se intuye en la cara de cada campista, y cada cual la materializa en la antítesis de su cárcel urbana: un paseo sin prisas por la orilla, el libro que nunca da tiempo a leer o la botella de detergente líquido que, por unos días, es más de todos. El campista es un nibelungo, hijo de las tinieblas de la ciudad, que precisa la luz de la naturaleza.

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