Federalismo: sí, pero ¿para qué?
Resulta bien conocido el fracaso histórico del Estado español en el momento de acomodar sus distintas realidades nacionales a lo largo de los últimos siglos. Incluso en el sentido muy restringido que sugerían expresiones como "el problema vasco y catalán" de las primeras décadas de siglo, podía constatarse que por lo menos se detectaba eso, que había un problema territorial por resolver y que ese problema afectaba a algunas "regiones" y no a otras. Por su parte, Catalunya, el País Vasco y Galicia han sido naciones demasiado débiles para liderar un modelo de articulación plurinacional del Estado, pero al mismo tiempo han sido suficientemente fuertes como para impedir que se les impusiera el modelo, políticamente uniformista y culturalmente homogeneizador, de nación española, dominante en la historia contemporánea de España. En términos de nation-building, el diálogo histórico entre naciones españolas ha sido, pues, un diálogo entre fracasados.En la actualidad, el "federalismo" es invocado a menudo como la solución idónea para proceder a una articulación territorial del Estado con vocación de futuro. Sin embargo, antes de discutir posibles soluciones, el primer paso debería consistir en definir cuál es en realidad la cuestión básica a resolver. Si alguna cosa enseña el federalismo comparado desde la Segunda Guerra Mundial es que para que tenga éxito debe adaptarse a las condiciones particulares de la sociedad en cuestión. En otras palabras, antes de mostrarnos a favor o en contra de un tipo u otro de solución federal convendría establecer cuáles son las cuestiones básicas a regular, para después, y sólo después, ver cómo pueden regularse a partir de técnicas federales. ¿Federalismo?, quizás sí, pero ¿para regular qué? Según sea de lo que estemos hablando, algunos modelos federales resultarán acertados, mientras otros equivocarán completamente el tiro.
En nuestro caso, ¿se trata de proceder a la descentralización de un Estado básicamente uninacional, que busca acomodar algunos "hechos diferenciales" (de insularidad, derecho civil, lenguas propias, etcétera) de algunos de sus territorios? ¿O más bien se trata de acomodar una realidad plurinacional en la que algunas colectividades específicas buscan un reconocimiento y un autogobierno amplio tanto a escala española como europea e internacional, con independencia del número de unidades territoriales que pueda haber en el Estado?
La pregunta no es baladí, ya que entronca, además, con los debates actuales sobre la legitimidad democrática en sociedades de pluralismo cultural. Tanto el reconocimiento de las minorías nacionales como la regulación de su autogobierno tiene que ver con la constitucionalización de los valores de libertad, igualdad y pluralismo de un modo mucho menos uniforme que lo implementado hasta ahora por el constitucionalismo tradicional. La pregunta fundamental e irresuelta del sistema político español es la segunda de las formuladas.
El Estado de las autonomías constituye, en cambio, un modelo definido fundamentalmente en términos de la primera pregunta. De entrada, podemos preguntarnos si son aplicables las mismas soluciones federales para regular la descentralización de un Estado, y para articular su plurinacionalidad. La respuesta que nos ofrecen los principales modelos de la política comparada es aquí básicamente negativa. Hablando en términos generales, puede mostrarse como los modelos "regionales" (Italia) o las federaciones "simétricas" (Alemania), es decir, aquellas en las que los Estados miembros de la federación mantienen unas relaciones muy similares con el poder central, resultan bastante idóneas para estructurar Estados uninacionales, pero también puede mostrarse que resultan desacertados para articular realidades con asimetrías nacionales. Para estos últimos parecen mucho más idóneos los modelos del federalismo asimétrico (Bélgica, desde 1993) o los de carácter confederal, especialmente en relación a la regulación de los aspectos clave del reconocimiento y de los autogobiernos nacionales. El Estado de las autonomías puso las bases para solucionar la descentralización del Estado, pero está muy lejos de solucionar la acomodación de su plurinacionalidad. Se trata de un modelo presidido por una lógica más "regionalizadora" que federal. Pero regionalizar políticamente un Estado no es lo mismo que acomodar sus distintas realidades nacionales. Esta acomodación no se reduce a una cuestión de "más competencias". Puede aumentarse la lista de estas últimas y persistir la "incomodidad" de las naciones minoritarias al no haberse establecido de una forma efectiva y concreta un reconocimiento explícito y un desarrollo amplio de su especificidad nacional. Éste es el caso, por ejemplo, de la actual situación del Quebec. A pesar de que la federación canadiense es un Estado mucho más descentralizado que la España autonómica, la personalidad nacional quebequesa no acaba de encajar bien con las características uniformes o "simétricas" del federalismo canadiense.
La deficiente regulación de la plurinacionalidad por parte de la Constitución de 1978 no impide valorar positivamente otros aspectos, tales como como la concreción de los derechos y libertades o buena parte del entramado institucional establecido. En términos generales, fue un buen acuerdo para dejar definitivamente atrás la dictadura y los aspectos más retrógrados de la cultura política tradicional. Y lo fue sobre todo si no olvidamos el contexto de la transición: un proceso de reforma surgido del franquismo, amenazas latentes de golpes militares, déficit de cultura democrática, debilidad de las fuerzas de la oposición, etcétera. Por primera vez, si exceptuamos la inestable experiencia republicana de los años treinta, la Constitución de 1978 ha permitido situar al Estado español en el grupo de las democracias liberales occidentales, ha posibilitado la integración europea, así como la modernización de la sociedad y de las mismas estructuras estatales. También ha posibilitado una descentralización política en claro contraste con el rancio centralismo de épocas anteriores.
Sin embargo, a pesar de estos y otros méritos del currículum de la Constitución actual, con la misma contundencia puede afirmarse que está lejos de
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ser una buena Constitución para acomodar una realidad plurinacional: no reconoce el pluralismo nacional existente, y diluye, además, ese pluralismo en una descentralización generalizada y uniformista. A mi entender, el reto que plantean las naciones minoritarias no resulta resoluble desde las premisas básicamente "regionales", no federales, del modelo "autonómico" actual. Si alguna cosa no desean Galicia, el País Vasco y Cataluña es seguir siendo tratadas como "regiones españolas". La doble conclusión que se impone es que las reglas del Estado de las Autonomías no resultan adecuadas para la acomodación de la plurinacionalidad española, y que las posibilidades de conseguir esta acomodación dentro del marco constitucional actual resultan escasas, además de inciertas.
El contexto de la Unión Europea cambia buena parte de las reglas del juego de los Estados de la Unión. De hecho, todas las soberanías políticas son hoy compartidas y limitadas. En los próximos años, las naciones europeas minoritarias de Estados plurinacionales como el Reino Unido, Bélgica o España deberán ubicar también en la UE su perspectiva en favor del reconocimiento y del autogobierno, probablemente a través de mecanismos federales asimétricos y de redes comunes. La creciente complejidad actual requiere superar las rigideces estatalistas del constitucionalismo democrático tradicional.
Es en este sentido que creo que resulta conveniente avanzar en lo que he llamado un modelo de federalismo plural. Dicho brevemente, el núcleo del federalismo plural consiste en la regulación de dos tipos básicos de acuerdo: uno relacionado con el reconocimiento, en el conjunto del Estado, de la plurinacionalidad, y otro relacionado con el autogobierno de las colectividades nacionales. Por un lado, se trata de establecer regulaciones constitucionales que "reconozcan", es decir, que expresen y permitan desarrollar el carácter plurinacional del Estado en los ámbitos simbólico, lingüístico, institucional y de proyección exterior (uso de símbolos y plurilingüismo en el nombre y documentos oficiales del Estado, pasaporte, moneda, etc, composición y atribuciones del parlamento federal, tribunal constitucional, y estructura del poder judicial, representación europea, etc). Por otro lado, el federalismo plural supone la regulación de distintos tipos de acuerdos (confederales, asimétricos o simétricos) en las relaciones entre los gobiernos de las entidades nacionales y el poder central, según sea el ámbito a regular y los distintos escenarios territoriales. Vista la experiencia histórica y la política comparada, en aquellos ámbitos más relacionados con el desarrollo de las características nacionales resultará conveniente establecer acuerdos de carácter asimétrico o confederal. Es el caso de las políticas culturales (incluida la representación propia en la Unesco), lingüísticas, educativas, de bienestar, de actividades deportivas, etc, mientras otras materias como las de carácter fiscal o financiero pueden regularse a partir de premisas mucho más simétricas. Siempre que se establezca, claro está, un federalismo fiscal efectivo en el que cada nivel de autogobierno recoja y gaste sus propios impuestos, situación muy alejada de la realidad actual (salvo en el País Vasco y Navarra). No se trata, por tanto, de contraponer frontalmente un federalismo global de carácter simétrico frente a otro de carácter asimétrico, sino de modular qué tipo de acuerdo resulta más conveniente en los distintos ámbitos de un Estado que, quiérase o no, es y será plural en términos nacionales. Este es el reto más importante que tiene planteado a medio plazo la democracia española, en el momento de construir esa "sociedad democrática avanzada", enfáticamente enunciada en el preámbulo de la Constitución actual. ¿El camino? No hay otro que un pacto político específico entre los principales actores implicados.
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