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El regreso del Zorro

Iba al cine y sufría una metamorfosis. Veía al héroe, Steve McQueen o Paul Newman, y creía que mi cara y mi voz y mi estatura cambiaban y yo no era un adolescente: era McQueen o Newman, héroes de película. Y aquella cara nueva traía consigo el ingenio, el temple, la valentía, otra estatura moral, más alta. Pero salía del cine, oía mi voz, me veía reflejado en algún espejo y había desaparecido la máscara que la película me había regalado. Los héroes llevan máscara: ahora vuelve el Zorro con la cara o la máscara de Antonio Banderas. Un individuo insignificante, un tal Murrieta, despreciable, se pone el antifaz y el disfraz negro y se transfigura en el Zorro, valiente e invencible espadachín. Si se pone una máscara, el más cobarde puede ser un héroe justiciero, vengador, libertador, contra el tirano y sus sicarios, al servicio de los endebles. Es el caso de Spiderman, Superman, Batman. También en los libros sagrados hay dioses y ángeles que llegan disfrazados de mendigos. La máscara es un escudo invulnerable, imperturbable: siempre la misma máscara. La máscara es lo más verdadero de estos héroes: lo más suyo. Tú eres tú, con todo tu poder, si vas enmascarado: te quitas la máscara y eres un triste Sansón sin melena (no sé si alguien recuerda todavía la historia de Sansón y Dalila. Os acordaréis más de Superman y su kriptonita). En la frontera de Texas, hace un siglo, el Zorro usa mallas negras de bailarín y espada de vengador, y mira desde detrás de un antifaz que encierra sus ojos en un triángulo, como el ojo de Dios en las estampas: el ojo de Dios, que vigila a los malvados y redime a los vencidos. El Zorro marca a los malvados con el signo del Zorro: también puso Yahvé al asesino Caín una señal, no para que lo mataran, sino para que nadie lo tocara y cargara siempre con una culpa insoportable. Don Quijote se enmascaraba para salir de su casa a sus hazañas de caballero andante. Para irse por el mundo a buscar aventuras y ponerse en peligros donde cobrar eterno nombre y fama, lo primero que hizo fue desempolvar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, moho y orín, y rellenarlas con cartones y barras de hierro, máscara de basura, y luego se agenció una cosa que relumbraba como si fuera oro: el yelmo de Mambrino, bacía de barbero en su asno, bajo la lluvia, brillante. Llevaba el barbero en la cabeza, para no coger agua, algo que relumbraba, la jofaina para afeitar: otra máscara para don Quijote. Otra vez vuelve el Zorro, y ahora es Antonio Banderas, como antes fueron Douglas Fairbanks, Tyrone Power y Alain Delon. Son siempre las mismas historias, las mismas ganas que todos tenemos de ser otro, de ser mejores, aunque habrá quien piense que para ser mejor tendría que ser aún más malo. Y es la vieja confianza en que el antifaz, la ropa y los zapatos y el coche y la casa y todo lo que nos envuelve puede mejorarnos. (Nadie recuerda Bajo el signo de Capistrano, la novela del Zorro, quizá porque la escribió en 1919 el humilde americano McCulley, que se limitó, como una madre, a repetir para todos el cuento de todas las noches).

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