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MundialXAVIER BRU DE SALA

No sólo sigue contando Francia con una envidiable capacidad organizativa, sino que, encima, fue capaz de ganar limpiamente a Brasil en la final. Reducidos sus cada vez menos convincentes enemigos a una oposición que ya no pasa de la burla al argumento, el fútbol, como el Imperio Romano en la época de Trajano, está llegando al límite de su capacidad expansiva. O así lo parece. Le faltan las pausas publicitarias, se dice, para poder equipararse televisivamente al basket o al football americano. Pues no, si hubieran visto los últimos partidos desde otras cadenas más competitivas, habrían asistido al estreno de los mini-spots que cubren los espacios muertos. La preparación para sacar un córner o una falta, las pequeñas dudas o pérdidas de tiempo del portero cuando el equipo contrario está retrocediendo a toda velocidad en plan defensivo, etcétera. Siempre a pelota parada. Hay menos repeticiones, eso sí, y siempre muy breves, aprovechando los momentos tontos del juego. Asistí en las calles de una pequeña ciudad italiana al encuentro Holanda-Brasil. Cada bar o trattoria tenía su gran televisor instalado en la fachada. Las mesas y las sillas, situadas en semicírculo con esmero, para que nadie tapara la visión de los de atrás. Había unos cuantos ingleses -siempre hay ingleses por todas partes, aunque no faltaba una pequeña familia catalana, cuyos miembros comentaban en voz alta las jugadas convencidos de que nadie les entendía-. Los ingleses demostraban ostensiblemente su preferencia por los diablos rojos de Holanda. La inmensa mayoría, como es natural en un país tan poblado, estaba compuesta por nativos que iban a hurtadillas en favor del Brasil. Tal vez escondían sus preferencias para que los ingleses no les tomaran por malos europeos. Con el primer anuncio, se levantó un clamor unánime de protesta de cabo a cabo de la calle. Al final del partido, todos nos habíamos acostumbrado. Los mini-spots, de cuatro o cinco segundos, metidos como alfileres de acupuntura por una inteligencia maquiavélica, resultaron también una interesante novedad. Cuando Taffarel se disponía a parar el cuarto penalti, salieron unas imágenes del entrenador Zagallo y su banquillo con las manos unidas, como si, más que concentrarse, rezaran a un dios sincrético, mitad brujo, mitad yoga. Pues bien, los italianos se contagiaron. Echaban las manos hacia adelante, en suspensión, como a medio levantarlas para celebrar, implorar, agradecer e incluso adorar. Al día siguiente me enteré de que cuatro años atrás Taffarel jugaba con un equipo regional de Reggio Emilia. Ya sabemos dónde está Ronaldo, conocemos las simpatías que despiertan los brasileños entre nosotros y el desquite de los mediterráneos hacia la Europa protestante del norte. Pero no es suficiente. Los italianos sabían que su deber era estar con Holanda, pero no podían remediar sus preferencias por Brasil. Disimularlas, sí. Cambiarlas, no. Y recordando que los romanos iban a favor del Real Madrid -como los catalanes de la Juve- en la final de la Copa de Europa, dudo que el euro obre el milagro. Volvamos a casa. El fútbol es un vasto contenedor de sentimientos sometidos por un igual al cálculo y al azar. Sin la suma de los dos factores, se puede ganar un partido, pero no obtener victoria. Cuando uno ha visto, por ejemplo, la defensa en red fluctuante del Paraguay -superior al célebre catenazzio italiano- o cómo los brasileños perdían por abandonar su fútbol imaginativo y jugar más a la europea de lo necesario, el mal del fútbol español salta a la vista: falta el cálculo. En otras palabras, no hay entrenador. No es que falle Clemente. Es que no hay recambio. ¿Dónde están los entrenadores españoles? Reixach en el Japón (y no en un país futbolísticamente mejor). Serra Ferrer criando alevines en el Barça... Veremos. Aun así, lo cierto es que el fútbol español está lleno de entrenadores extranjeros y en el extranjero no hay entrenadores españoles. Jugadores capaces de competir con las estrellas mundiales, sí. Entrenadores, no. Mientras no se resuelva el problema y se forme una escuela de gente inteligente capaz de calcular estrategias, la suerte, para el caso la trasnochada furia, seguirá jugando malas pasadas a España. ¿Habrá para entonces, y fío para largo, selección catalana? Ya que los colegios han fracasado como fábricas de catalanes nacionalmente com cal -nos falla, una vez más, el modelo francés-, es probable que el nacionalismo apriete las tuercas del fútbol. El fútbol fa la nació. ¿Cómo podemos competir en artefactos de adhesión nacional si ellos tienen selección y nosotros no?, se preguntaba en el Avui un intelectual. ¿Selección propia pero sin abandonar la liga española, imprescindible para que brille el Barça? Todo puede ser, pero antes habría que estudiar bien el tema de las adhesiones, no fuera que, en caso de confrontación España-Cataluña, la mitad de la población catalana se declarara indiferente -aunque no lo fuera- y el invento también fracasara. En cualquier caso, persiste el complejo fubolístico-sentimental. Y persiste la falta de entrenadores. Tal vez Cruyff podría nacionalizarse y, de momento, convertirse en entrenador catalán de la selección española. Algo ganaríamos todos.

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