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Tribuna
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Divino tesoro

Cuando aún respetábamos nuestras viejas costumbres, en los meses de calor había una tregua de silencio que cubría el comienzo de la tarde. Era un silencio espeso como un luto que vaciaba las calles y silenciaba los teléfonos. Ni los guiris más desnortados se atrevían a profanar la hora de la siesta. El máximo estruendo socialmente aceptado era el que producía el sonido de las transmisiones del tour en televisión, y eso sólo en los años triunfales de Induráin. Voy a visitar a un amigo que vive en Nerja, un pueblo que, gobernara quien gobernara, tuvo siempre la suerte de tener ayuntamientos respetuosos que han frenado a los especuladores, lo que ha permitido que sus habitantes -tanto los autóctonos, como los que se han ido sumando- mantengan formas de vida civilizada. Hace calor y todas las ventanas de la casa de mi amigo están abiertas. Son las cuatro de la tarde, estamos en la mitad de la tregua de silencio, y apenas puedo escuchar las palabras de mi amigo. Una tras otra, van pasando bajo la ventana unas estruendosas motillos que con sus escapes libres hacen añicos el aire. Paseo por el pueblo y voy a visitar a otros viejos amigos. Observo que el circuito se extiende por todo Nerja. Los tronantes ciclomotores suben y bajan por todo el pueblo sin que parezcan perseguir ningún destino. Aleatoriamente, forman grupos o se dispersan. Pasean y en su vagabundeo provocan continuos sobresaltos. Los pilotos de tan estridentes cacharros son tan desaseados y desafiantes como sus máquinas. Forman parte de un fenómeno rural de rebeldía juvenil que parece estar pidiendo a gritos protagonizar una tesis doctoral. También pide a gritos -o, más exactamente, lo exige con el tronar de sus motillos- que alguien les meta en cintura. Hijos de la galbana educativa y de unas teorías pedagógicas antiautoritarias que sus padres han adquirido de saldo en los programas televisivos de sobremesa, los moteros de Nerja son un ejemplo del infantilismo con el que, a veces, se vive aún la libertad en este país, en el que -según mi amigo Ricardo Utrilla, que vive en Nerja, precisamente- se tolera la calumnia al amparo de la libertad de expresión y si no se aceptan los sacrificios humanos al amparo de la libertad de cultos es porque nadie ha tenido, todavía, tan excéntrica iniciativa. Como suele suceder en estos casos, y viendo quizá que con el petardeo de sus motos no llamaban suficientemente la atención, la violencia ha sucedido al ruido. Un policía municipal -posteriormente, despedido- mandó a golpes a la UVI a un motero y luego un grupo de moteros le dio una paliza a un policía. Son los dos primeros partes de guerra provocados por un fenómeno que, por no ser abortado a tiempo, amenaza con complicarse aún más. Durante años, muchos ayuntamientos como el de Nerja se han negado a tomar medidas contra este blando gamberreo que ahora se ha endurecido y, además de estrépito, comienza a producir sangre. La pereza de varios alcaldes, travestida de tolerancia, ha amenazado la convivencia y ha roto la calma de un pacífico pueblo cuyas calles perecen pensadas sólo para oír el eco de los pasos. Ahora tanta desidia puede terminar trayendo males mayores.

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