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Canícula

Brilla un sol de injusticia, hierve el mercurio y los termómetros digitales de las calles, afectados de insolación, exhiben cifras alarmantes. A las cinco de la tarde marcan 50 grados en La Moncloa, semidesierta tras la fuga de los universitarios. Los escasos viandantes descienden por la ladera del parque del Oeste buscando la sombra o se cobijan bajo las falsas acacias de Rosales y sestean en los bancos públicos y en los veladores de las terrazas, donde reinan efímeramente, tanto monta, monta tanto, la horchata de chufas y el limón granizado que imponen sus naturales sabores y frescores a las bebidas embotelladas y foráneas.La canícula es tiempo de perros pero, incluso en los peores años de sequía, los sonrientes meteorólogos de la pantalla hablan de buen tiempo cuando no se atisba ni una nube en el cielo de Iberia. Nunca llueve a gusto de todos pero este sol inclemente no ganaría desde luego un concurso de popularidad entre los condenados a agostarse sobre el asfalto de la urbe calcinada, no lo ganaría pese al encendido apoyo de los propietarios de los quioscos y de las terrazas que se multiplican sin tasa, aunque celosos policías municipales, sin muchos miramientos pero con nocturnidad, alevosía y un camión de mudanzas, patrullen por las esquinas incautándose de las mesas mal aparcadas y de sus ocupantes que pueden terminar la noche como imprevistos rehenes del exceso de celo de los guardianes de la ley y del buen ordenamiento de los chiringuitos que invaden las aceras.

Las terrazas del paseo de Rosales, venerables e incuestionables instituciones del verano madrileño, hoy se dividen en dos clases, las hay clásicas y modernas, diurnas y nocturnas, silenciosas y estridentes. Es la hora de la siesta en una de las más clásicas, reposadas y acogedoras terrazas de Rosales y la atención de los clientes y del camarero se concierta alrededor de un polluelo de urraca que se ha caído del nido y pía lastimero, atrapado bajo un seto mientras su desconsolada madre sobrevuela la zona emitiendo destemplados graznidos de impotencia. La indefensa criatura es de una fealdad conmovedora, un engendro a medio hacer, con el cuello pelado, sucio y alborotado el plumaje primerizo, desmesurado el pico en su diminuta cabeza y las patas zanquilargas que le sirven para desplazarse con torpes brincos por la enmarañada jungla del seto. El camarero que ha tratado vanamente de alimentarle con migas de pan y los parroquianos que siguen su mínima odisea cruzan comentarios pesimistas sobre sus posibilidades de supervivencia y ya le ven como presa fácil y frágil en las garras de falso terciopelo de los gatos asilvestrados y nocturnos que merodean por el parque del Oeste.

Entre las pocas ventajas que encierra la canícula hay que apuntar que favorece la conversación espontánea y propicia la toma de contacto entre desconocidos. Puestos en fuga de sus viviendas por el sofocante calor, los ciudadanos se despojan de sus corbatas y chaquetas y con ellas se quitan de encima el protocolo. Las ciudadanas prescinden de las mangas y las medias y con ellas caen prejuicios y reservas.

Años atrás, cuando apretaban los rigores caniculares, los habitantes de las corralas y las buhardillas de los barrios populares y castizos, sacaban al caer la tarde sus colchones a la calle y levantaban sus campamentos nocturnos, sus aduares, en las plazuelas o sobre las aceras a la puerta de sus casas.

Legítimas tribus urbanas, agrupadas en clanes familiares y vecinales que, cuando había espacio suficiente, disponían en círculo sus jergones y demás enseres y reservaban el centro para que durmieran a buen recaudo los ancianos y los niños, como si fueran pioneros del Oeste obligados a pernoctar en territorio hostil, o mejor todavía, indios apaches siempre alerta ante la posible irrupción de un escuadrón del séptimo de caballería de la policía municipal. Hoy, en las terrazas de barrio, sin misses ni altavoces, los habitantes de corralas y buhardillas aguardan las primeras brisas de la madrugada, siempre expuestos a las protestas de los privilegiados residentes de los pisos exteriores que como todo el mundo sabe son los más frescos y ventilados.

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