Turmeda y Marx tenían razón
Cuatrocientos años han pasado del Elogio del dinero de Anselm Turmeda al Capital de Karl Marx, pero poema y ensayo tenían un mismo objetivo: indicar que el mundo, las personas, se mueven por el interés, por el interés económico.Poco importa que el gran poeta mallorquín no sea ahora leído y sus conversiones cristiano-musulmanas nos parezcan originales a las postrimerías del siglo XX. O que la praxis marxista concretada en los países del Este europeo haya menguado hasta la consideración de mal recuerdo político. En cualquier caso aquello de que "el dinero, de mentira hace verdad" está tan vivo, y desgraciadamente asumido unánimemente, en nuestro mundo y tiempo que parece influir sobre todo acontecimiento y actitud. Parece haberse convertido en la esencia del comportamiento social, incluso cuando otros elementos, posiblemente tan lamentables, entran en el juego de las relaciones humanas. La sacralización del dinero como fundamento de todo poder y actividad humana (?) se manifiesta, por tanto, en conductos que, en principio, podrían aparecer diferentes, en todo caso paralelos, a la estricta concepción de lo metálico como simple capacidad mercantil. Es el caso, unos ejemplos entre tantos, del racismo y del machismo. Estos días dos testimonios son evidencia de ello: Ronaldo y las mujeres de El Palmar. En una Europa donde el negro y el árabe son sinónimo de comportamiento social dudoso, se ha introducido como ídolo (no hablo del hecho deportivo, que eso es otro cantar) civil el jugador de fútbol brasileño. Evidentemente, el jugador ha triunfado, económicamente, claro, y si es preciso los ojos de los ciudadanos europeos lo verán más blanco que el más blanco de los mármoles de Buixcarró, porque el color de la piel (claramente, valga la redundancia, lo manifiesta otro hombre de color, Michael Jackson) no es tanto materia física como sentimiento pecuniario. Este país, sin ir más lejos y según la última encuesta sobre el tema, lo expresa sin lugar a dudas al proclamar a los gitanos como linaje menospreciable sobre todos. No es un problema de piel (¡cuántos payos son más morenos que algunos gitanos!) sino de poder, de poder económico sin duda. ¿Y el machismo? Doble taza de lo mismo. Algunas mujeres de El Palmar pretendían ingresar en la cofradía de pescadores de este pueblecito de L"Albufera. Los mangoneadores de la congregación se han opuesto, según dicen, por tradición (si por tradición fuera, podríamos volver a la Inquisición o a las prácticas pueblerinas, anteriores a las vacunas, de prevención palúdica que tantos estragos hacían por esas tierras de marjales), pero mira por donde un digno miembro del gremio, no sé si en un momento de lucidez o de locura, dice que no pueden darse licencias a las mujeres porque perderían los hombres el monopolio. ¡Viva la igualdad, solidaridad, libertad y fraternidad! ¡Y aún dicen que la Revolución Francesa es un arcaísmo! Si la barca y el pescado no fueran un negocio, un pequeño negocio si se quiere, las mujeres lo tendrían mejor sin ninguna duda. Pero si en el comportamiento social general tan fácilmente observamos la entronización del dinero como único dios, o al menos como causa primera, también en aquellos estamentos y /o personas a las que, por razón de responsabilidad o profesión, haría falta exigir una conducta más ética, aparece notoriamente el principio de la ganancia económica como el único de interés. Últimamente, y desde el poder político, se habla con insistencia de la rentabilidad, de la rentabilidad económica, de los procesos culturales o educativos, como si aquello que no da dividendos no pudiera lograr calidad formativa, cultural o moral. Tampoco quiero caer en la engañosa trampa de que lo auténticamente artístico debe ser igual a ruinoso, pero quede claro que calidad y rentabilidad económica en arte, educación, cultura y moral no acostumbran a ser viajeros del mismo vagón. Probablemente, la única rentabilidad que hay que exigir a toda propuesta cultural (extensible a tantas otras vertientes, como la educación) es la derivada de la capacidad de sacudir el aletargamiento de una sociedad que ha recortado tanto sus objetivos que sólo la queda una supuesta utopía: comprarse y venderse, hacerse mercancía.
Jesús Huguet es diputado socialista en las Cortes Valencianas.
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