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Las moscas negras

Vicente Molina Foix

La gente que se desinteresa del fútbol y cree que ese deporte es la droga más ponzoñosa del siglo XX no sabe nada de literatura. Por un lado, la imagen de la desolación artística del Mundial: teatros vacíos, cines abiertos a base de una programación de saldos, libros recién comprados en las ferias de mayo y junio esperando el final del partido televisado; las frecuentes prórrogas y el disparo fatal de los penaltis aplazarán hasta otro día su lectura. Pero también, y por el lado auténticamente productivo, el despliegue de las primeras firmas de la poesía y la novela comentando en bellos párrafos -alguna vez escritos con rima interna- las jugadas, las faltas, el capricho de los entrenadores, un mal arbitraje, la arqueología del torneo. Me he sentido culpable y solitario en estas fechas.No me acordaba nunca que a esa hora final del atardecer había partido; de golpe, la sorpresa de ver la calle María de Molina, que suele ser un embudo para los coches, vacía y surcada, como la diligencia de los desiertos de Arizona, por un heroico Audi imperioso. O la ovación del gol subiendo por el patio interior tranquilo con la intensidad que le añaden las ventanas abiertas a causa del calor. En esas ocasiones -pues tampoco se trata de hacerse el misántropo o el estupendo- encendía el televisor, y así llegué a tiempo de ver el sexto gol inútil de España. Qué importaba ese olvido. Durante un mes o más tenía asegurado, a la mañana siguiente, el placer de una pieza de análisis firmada por Javier Marías o Benjamín Prado, Mendicutti, Guelbenzu, Francisco Brines, Vázquez Montalbán, Juan Cruz, Vicent, Hidalgo, y seguro que no están todos. Autores admirados escribiendo admirablemente de algo que se me escapa. Y en todas partes igual. Me río yo de la moneda única, el Tratado de Schengen y los amores nacidos por Internet entre seres que distan miles de kilómetros. La verdadera mundialización del género humano la produce el Mundial, y ningún congreso ni parlamento de escritores hará tanto por la fraternidad intelectual como el hecho de tener ocupados 30 días a los más grandes de cada país escribiendo de lo mismo.

En Italia, país que está desarrollando un espíritu de zarzuela, quién sabe si por las conexiones hispanas de Berlusconi el Mundial ha producido efectos particulares. En un debate televisivo, Daniela Fini, la muy tifosa esposa del dirigente de la derecha, y Gianni Rivera, subsecretario de Defensa y según creo antiguo jugador de fama, sostuvieron que la homosexualidad y el fútbol se excluyen mutuamente. La señora Fini ya se había hecho notar declarando a Il Messaggero que el gay es un enfermo, "uno que lo hace por dinero, porque le gusta... Es asunto suyo, y no me afecta. Se convierte en un problema mío cuando el gay se convierte en maestro de mi hija". Dándole la razón en lo que respecta al fútbol, Rivera sostuvo que "un jugador gay tendría pocas posibilidades de entrar en unos vestuarios". "Dudo por lo demás que a un gay declarado le pudiera interesar un deporte como el fútbol".

Al mismo tiempo, dos prestigiosas revistas de pensamiento, Panta y MicroMega, dedicaban especiales al balompié, llenando sus páginas con bonitos trabajos de admirados artistas, yo diría que alguno practicante del amor entre hombres. En Panta destacaba la contribución -unas páginas de su diario- del gran Julien Green. Escribiendo de un Mundial anterior, Green, que no es incondicional, cae en algunos tópicos, "la ligereza de bailarín de los jugadores", pero produce potentes metáforas: en Maradona ve una "rotundidad de granada de mano", y el árbitro, la "mosca negra" del partido, "parecía, armado con su silbato, una maestra de escuela de otra época". A raíz de un Argentina-Italia que ganan los primeros, Green se deja conmover por la "expresión humana" de los italianos batidos; su emoción llega al máximo "cuando los rasgos de estas estatuas juveniles se revelan marcados por la derrota, avergonzados y ausentes como si el soplo de la esperanza se hubiera retirado de sus gargantas". Si el fútbol, en lugar de la adocenada y virulenta pasión que hoy lo define, tuviese campo para el hermoso fracaso y en él se oyeran más que el estúpido rugido animal las voces de la ausencia y la vergüenza que Green, en un momento de ofuscación griega, imaginó ante el televisor, sería otra vez un deporte, y hasta el homosexual más conspicuo podría entrar sin reparo en los vestuarios.

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