Para que el sida retroceda en el mundo
La XII Conferencia Mundial sobre el Sida reconoció, una vez más, que la diferencia entre países ricos y países pobres aumenta cada vez más frente a la enfermedad. En los primeros, las medidas preventivas se aplican cada vez mejor y la triterapia da unos resultados tan positivos que ha devuelto a muchos enfermos la esperanza de vivir. Ciertamente, el sida no ha sido vencido, pero los avances en la lucha contra esta enfermedad son más importantes que en la lucha contra el cáncer. A la inversa, la contaminación ataca a un número cada vez mayor de individuos en África y en Asia, de modo que más de dos tercios de los enfermos contabilizados están hoy localizados en África, donde la epidemia se extiende entre su población sin que ésta sea siempre consciente de ello.Estos hechos son de sobra conocidos, pero rápidamente los enviamos al fondo de nuestra mente en cuanto se plantea la pregunta: ¿qué podemos hacer? Nuestros científicos han mejorado los tratamientos: es probable que algún día seamos capaces de prevenir o de curar el sida, pero para alcanzar esos objetivos hacen falta al mismo tiempo recursos y la capacidad de cambiar los comportamientos. Y con toda la razón concluimos que la capacidad de cambiar los comportamientos supone que los enfermos no sean condenados por una parte de la opinión pública y que aquellos que corren el peligro de contaminarse actúen de forma más responsable. Estas sencillas observaciones subrayan que, en este caso más que en otros, ciencia, técnica y comportamiento son inseparables. Pero es precisamente esta capacidad para, al mismo tiempo, movilizar recursos e influir en las conductas personales y colectivas lo que ha incrementado la distancia entre países ricos y pobres. Ante este hecho de peso, han sido expresadas dos opiniones, igual de insuficientes e incluso de condenables. Por un lado, muchos hacen un llamamiento a favor de la educación y el desarrollo de los países pobres pensando que únicamente cuando estas sociedades tengan la misma capacidad que las nuestras para actuar por sí mismas podrán lograr éxitos parecidos a los nuestros contra la enfermedad. Seguramente este razonamiento es plenamente sensato, en principio, pero en la práctica equivale a dejar a su suerte a los enfermos de los países pobres. En este caso, como en muchos otros, el llamamiento a las luces de la razón y al sentido de responsabilidad puede conducir al abandono de los países llamados tradicionalistas, incluso a una crítica moralizadora de los pobres, como aquella que tan bien conocimos en el siglo XIX, en el momento en que la miseria obrera se explicaba por el alcoholismo, la ausencia de higiene o el tamaño excesivo de la familia. La otra respuesta es, por el contrario, inmediata y pragmática. Consiste en concentrar recursos, siempre insuficientes e incluso insignificantes comparados con la amplitud del problema a resolver, en objetivos precisos. Es lo que acaba de proponer el organismo especializado de Naciones Unidas. Propone aplicar una monoterapia de AZT a 30.000 mujeres voluntarias durante el último mes de embarazo, pero sin proseguir el tratamiento tras el parto. Acción puntual que fue enérgicamente criticada por asociaciones de ayuda a los enfermos y de acción sobre la opinión pública como Act Up. Y ¿cómo no dar la razón a éstas? ¿Puede llamarse cuidar de un enfermo a una acción tan limitada y que se desentiende de ellos tras una intervención tan breve y que no impedirá que buena parte de los niños salvados sean huérfanos? Es cierto que existen otros proyectos más amplios y más respetuosos con los enfermos. En concreto, es el caso del proyecto elaborado por Bernard Kouchner, que prevé una doble terapia (AZT y tres TC), que continuaría tras el parto. Pero lo que llamamos la comunidad internacional es muy reacia a esos programas, mucho más costosos. De este modo, nos encontramos ante dos soluciones igual de insuficientes; una, porque no tiene efectos concretos inmediatos, y la otra, porque desemboca en un cuidado muy incompleto y casi insignificante de los enfermos. Entonces, ¿debe decirse que el conjunto de los países ricos debe imponer un impuesto para hacer retroceder al sida en los países pobres? Pero ¿por qué solamente el sida cuando otras muchas enfermedades afectan a los países pobres tanto como el sida, como demuestra la importante diferencia en la esperanza de vida en unos y otros países?
Sin embargo, estas observaciones críticas y pesimistas indican al mismo tiempo la vía a seguir, que es asociar cuidados inmediatos a la organización de un sistema de tratamiento y a la transformación de los comportamientos y de las actitudes. No podemos actuar sólo desde el exterior, interviniendo en poblaciones de un tamaño reducido y a menudo incluso difíciles de detectar. Tampoco podemos contentarnos con programas educativos incapaces de motivar si no están acompañados de resultados inmediatos y visibles. Así pues, hay que llevar a cabo acciones globales, al mismo tiempo de intervención inmediata, de cuidados continuos, de transformación administrativa del sistema de médico y de modificación de los comportamientos y, por tanto, de difusión de información. Del mismo modo que los países ricos y, en especial las grandes firmas farmacéuticas, deben aportar medios materiales de acción directa, hay que intervenir lo más posible desde el interior para cambiar las conductas, porque lo que el sida nos ha enseñado a todos es que debe ser atacado en todos los frentes a la vez: científico y médico, administrativo y cultural. La antigua relación entre la medicina salvadora y el enfermo reducido a ser el portador de la enfermedad debe ser forzosamente sustituida por la asociación entre la investigación y la terapéutica por un lado, y por un cambio de las relaciones entre el personal sanitario y el enfermo por otro, lo que conduce también a modificar profundamente la organización hospitalaria y toda la política de salud pública. Ya no podemos aceptar la separación entre un método de acción puramente técnico y otro puramente educativo. Es necesario que una sociedad se movilice tanto al nivel de sus responsables políticos como al de la opinión pública para hacer retroceder la enfermedad.
La objeción surge de inmediato: usted propone la solución más costosa y, por consi
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guiente, la más imposible. Esta objeción es doblemente inaceptable. En primer lugar, toda solución justa es mejor que una no solución o que una solución falsa, incluso si no puede aplicarse en todas partes y enseguida; además, quienes sostienen las dos tesis anteriormente citadas coinciden en afirmar que la mayoría de los enfermos contaminados en los países pobres no saben que lo están y que, por consiguiente, toda intervención tropieza con grandes dificultades y, por tanto, será forzosamente parcial. La otra respuesta es que unas sumas muy importantes de ayuda al desarrollo se gastan inútilmente e incluso alimentan la corrupción. Si una parte de estos créditos se dedicase a acciones precisas e integradas, podemos pensar que el rendimiento de la ayuda internacional o bilateral mejoraría de forma considerable.
El problema del sida es al mismo tiempo dramático en sí y por los atolladeros en los que parece meternos. Por tanto, llama a una reflexión de alcance general, ya que a menudo a partir de casos extremos se han encontrado soluciones para un conjunto más amplio de problemas.
Así pues, se trata de crear una convergencia en las intervenciones que seguramente será diferente de la que se aplica mal que bien en nuestros países, pero que descansa en el mismo principio, es decir, que el elemento decisivo es la capacidad de hacer converger medios y mecanismos de acción, de modo que se creen centros de decisión propios, autónomos, que tengan como tarea principal aumentar la voluntad de la población y, en primer lugar, su información para luchar contra la enfermedad. Una acción global de este tipo es, ciertamente, más eficaz que unas intervenciones puntuales o unas campañas de información demasiado generales.
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