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Vascos tapándose los ojos

Durante el año transcurrido desde el asesinato del concejal Miguel Ángel Blanco, los ciudadanos "han tenido que taparse los ojos para no ver", dijo Ana Iríbar el sábado de la semana pasada, al entregar al alcalde de Ermua el premio concedido a ese municipio por la Fundación Gregorio Ordóñez. Ana Iríbar es la madre de Javier Ordóñez, un niño de cinco años al que ETA convirtió en huérfano cuando tenía uno y medio. Hace 15 días, los periódicos publicaban la fotografía de un padre tapando los ojos de su hijo al pasar por delante del cadáver de Manuel Zamarreño, el último concejal del PP asesinado por ETA. Hay que taparse los ojos, dijo Ana Iríbar, para no ver la convivencia diaria "con quienes practican el tiro en la nuca y quienes lo aplauden escudándose en una clase política que no asume sus responsabilidades". Y añadió: "Siento escalofríos al pensar dónde estábamos hace un año y dónde estamos ahora".Hace un año estábamos en el rechazo sin contemplaciones a los cómplices de ETA. Así lo dijo Ardanza, y corroboraron los demás. Aun admitiendo que hay diferentes interpretaciones del significado de la movilización que siguió al crimen, ese mínimo no lo habría discutido entonces nadie: no sólo se rechazaba a ETA (que no tiene rostro), sino también a los rostros conocidos de quienes consideran legítimo matar en nombre de su causa. Ahora estamos en la convivencia fraternal con HB: en el Parlamento vasco -fotografía de su presidente en sonriente conversación con la portavoz de HB-, en las declaraciones sobre el blindaje del diálogo con el brazo político de ETA "aunque maten a uno de los nuestros", en la participación en un foro de debate organizado por HB del recién nombrado consejero de Justicia del Gobierno vasco, Sabin Intxaurraga. En eso estamos después de que a los asesinatos de Ordóñez y Blanco se hayan añadido los de otros cinco concejales del PP.

El blindaje de las conversaciones con HB se justifica con el argumento de que no hay que dejar que ETA fije la agenda. Pero su significado profundo es extender a los nacionalistas democráticos la armadura de acero inoxidable de que se recubren los de HB para conseguir que el dolor ajeno no les afecte: para superar cualquier sentimiento de piedad hacia las víctimas. Entrevistado el jueves por Gabilondo, Arzalluz fue seguramente sincero al hablar de su identificación y solidaridad con los concejales del PP. Pero un profesor de Derecho Político como él no puede ignorar que hay actitudes políticas que tienen un significado en sí mismas, con independencia de las palabras con que se las justifique. No es posible ser solidario con las víctimas si, a la vez que se dice serlo, se confraterniza con el brazo político de los asesinos, y si a éstos se les dirige el mensaje de que, por mucho que sigan matando concejales de la competencia, seguirán siendo tratados con familiar deferencia. Es esa ofensa a las víctimas lo que resulta indignante en el PNV actual, y no su ideología, como se tranquilizan imaginando Anasagasti y compañía cuando acusan a sus críticos de "criminalizar al nacionalismo".

Es falso que HB y el PNV sean en el fondo lo mismo. Si fueran lo mismo, ya no se trataría de la imposición de una minoría por la fuerza, sino de otra cosa. No son lo mismo, pero el PNV tiene su parte de responsabilidad en la confusión. Por su adaptación oportunista cada vez que se dirigen al mundo de ETA y HB: unos mueven el árbol y otros cogen las nueces, tememos más a España que a ETA, etcétera. Pero también, últimamente, por su búsqueda de diferenciación con el poder central mediante consignas y temas más propios del nacionalismo violento que del democrático: sin autodeterminación, no hay verdadera libertad; una paz justa exige contrapartidas políticas, la dispersión es una política criminal denunciable ante organismos internacionales. No es cierto que quienes critican al PNV le exijan renunciar a su ideología: al revés, se le pide que defienda su propio punto de vista -que, por ejemplo, reconoce el pluralismo de la sociedad vasca y la validez del Estatuto, y que implica participar con normalidad en las instituciones del Estado-, y no el de aquellos que, si triunfasen, les mandarían a ellos a la cárcel o al exilio.

Es la política actual del PNV lo que se critica. Al presentar a comienzos de 1997 el documento sobre la pacificación de su partido (destinado, como luego se vio, a sustituir al Pacto de Ajuria Enea), Arzalluz dijo que los nacionalistas estaban dispuestos a "asumir riesgos en aras de la pacificación". Cuando existe un grupo que asesina en nombre del ideal nacionalista y con el argumento de que las instituciones no garantizan las aspiraciones auténticas del pueblo vasco, arriesgar algo en aras del objetivo pacificador sería, por ejemplo, renunciar a seguir explotando el mito del rechazo vasco a la Constitución. Como hizo hace unos diez años Kepa Aulestia, entonces secretario general de Euskadiko Ezkerra. "No la votamos en el 78", vino a decir, "porque pensábamos que no permitiría una autonomía plena. Nos equivocamos". Ahora se ha hecho lo contrario. Se ha preferido contribuir con HB a la deslegitimación de las instituciones que a su legitimación con los partidos democráticos no nacionalistas. Votar con HB en relación a cuestiones de gran calado político o simbólico -o en las que se pone en juego el principio de legalidad- también tiene un significado en sí mismo, con independencia de las palabras.

El PNV ha elegido una línea de adaptación a HB (y ETA) que tiene su lógica pero que ha resultado desastrosa. Atribuir ese giro a motivos electoralistas es equívoco: la experiencia indica que el nacionalismo se fortalece cuando se modera (y por eso Garaikoetxea perdió la partida frente a Arzalluz en 1986-1990). Pero aceptar sin más que se trata de un movimiento altruista sería ingenuo. El cálculo (interesado) ha consistido en que, para integrar en el sistema democrático al mundo del nacionalismo violento, era necesario modificar el marco político en el sentido planteado por ETA-HB: superando los límites del Estatuto no como resultado de procesos electorales, sino de una negociación (cuyos resultados, faltaría más, serían luego refrendados por la población). Es un cálculo ventajista porque si sirve para acabar con la violencia, excelente, pero si no, de todas formas habrá servido para conseguir un marco más favorable al nacionalismo. Ello equivale a considerar funcional la violencia para los fines nacionalistas, lo que a su vez otorga un sentido político a la continuidad de ETA.

Si se plantean esas modificaciones institucionales no es porque exista una fuerte demanda social en la población -que prefiere la autonomía a la independencia en proporción abruma

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dora, sino porque ETA hace depender la paz de su aceptación. Pero, por ello mismo, la lógica de la adaptación lleva a suscitar (artificialmente) sentimientos de insatisfacción con el marco político actual, lo que acaba favoreciendo las expectativas de perpetuación de ETA. La dinámica no puede resultar más perversa. Si ETA no existiera, nadie pensaría en crearla ahora; pero, puesto que existe y hace depender su eclipse de ciertas condiciones, se hace pasar a éstas por imprescindibles. El efecto es acumulativo, porque, entre dos partidos con (tendencialmente) el mismo programa, la gente se inclinará a apoyar al que cree en él de verdad, y no al que lo asume por oportunismo. El adaptacionismo no ha moderado a ETA-HB, sino desquiciado al nacionalismo democrático, que ha perdido su espacio propio.

Arzalluz le dijo el jueves a Gabilondo que la clave de la paz estaba en alcanzar un mayor "respeto a la voluntad popular" de los vascos. El mensaje es que existe un déficit democrático, en el sentido de que si un día la mayoría pidiera la independencia, el poder central se la negaría. ¿No resulta algo irresponsable, cuando se sabe que ETA mata en nombre de los derechos negados al pueblo vasco, deslegitimar la autonomía realmente existente en nombre no de una reivindicación efectivamente planteada, sino de la que hipotéticamente pudiera plantearse un día? Invocar ese déficit sólo tiene sentido si se considera que ciudadanos vascos sólo lo son los nacionalistas, y más concretamente los independentistas. Teoría que está implícita en los planteamientos de ETA-HB, y a la que a veces cede -se adapta- el PNV. Si se admite que no puede considerarse plenamente democrática una situación en la que el brazo armado de un partido asesina a los concejales de otro partido a razón de uno cada dos meses, la unidad de los demócratas contra los agresores deberá ser una cuestión de principio, y la prioridad máxima el reforzamiento de la confianza de los ciudadanos en las instituciones democráticas. Sembrar las dudas sobre ellas no sólo es, por tanto, un error político, sino una actitud suicida. Hace un año hubo un movimiento de rebeldía contra esa impostura, y ello inquietó a quienes habían llevado tan lejos su adaptación que temieron que una derrota política de ETA y HB significara su propia derrota: la de quienes piensan que, como dijo Egibar en diciembre de 1995, "ETA debe dejar la lucha armada, pero no por la vía de la rendición". Lo que significa: a cambio de la rendición del Estado. El resultado está a la vista.

A fines de 1992 se difundieron las actas de HB de los contactos que sus representantes habían mantenido el verano de aquel año con una delegación del PNV. Según recogen, la oferta del partido que gobierna en Euskadi desde hace casi 20 años fue la de integrar a HB en un Gobierno de concentración nacionalista que impulsaría un proceso cuyo desenlace sería un referéndum sobre la independencia. La condición era entonces el cese de la violencia. Ahora, con el invento del diálogo blindado, ETA-HB ha alcanzado la situación ideal, tal como se recogía en el documento de KAS sobre la necesidad de mayor "cintura política" recientemente difundido: acuerdos políticos con los partidos nacionalistas y realización de acciones selectivas "que pongan al Estado contra las cuerdas".

Hay que cerrar los ojos para no ver que eso es lo que está pasando.

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