De Girona a TarragonaXAVIER BRU DE SALA
Los de Palafrugell y sus privilegiados alrededores comparten la consideración de que ser catalán es un pobre sucedáneo de la superior condición de ampurdanés. Peor aún, ser ampurdanés es algo sublime. Lástima que compartir nacionalidad con los demás catalanes degrade un tan elevado sentimiento de pertenencia. Los gerundenses piensan más o menos igual: ser gironí es casi lo mismo que ser del Empordà; a su lado, los demás catalanes son de segunda o de tercera. Se dirá, y con razón, que el orgullo local, cuando no ha matado nunca una mosca, no es malo. Cierto. Lo malo, lo bobalicón, es que los catalanes nacidos sin la fortuna de ser del pinyol noreste del noreste peninsular compartimos su creencia. ¡Ah, el condado de Empúries!, ¡ah, las casitas del Onyar! Si nos obligaran a ir descalzos por esos santos lugares, como en una mezquita, lo haríamos encantados. Es más, si la antigua sede del primado y la provincia eclesiástica fuera la gerundense en vez de la tarraconense, a ningún obispo de Barcelona se le hubiera pasado por la cabeza cometer el sacrilegio de reivindicar la primacía. Ni siquiera de sacudirse la subordinación o de recibir el capelo cardenalicio antes que el de Girona. Así parece funcionar nuestra psicología. Los hamburgueses cuentan de los bávaros, con no poco desprecio, que son poco menos que mediterráneos. En Francia y en Italia el norte es también sinónimo de civilización y el sur de irremediable atraso provinciano. África empezó en los Pirineos, luego, para según qué orgullos heridos, en el Ebro. A la postre y sólo tras la Expo de Sevilla, en Gibraltar. Con esas alusiones queda suficientemente probado el complejo norte-sur, mucho más extendido en Europa de lo que podría parecer. No se trata tanto de la exhibición de superioridad del norte, que va de soi, como de la complaciente inferioridad con la que es correspondida desde el sur. El fenómeno consiste en un poco edificante intercambio desigual: tu me superas y yo admiro ante todo tu potestad de menospreciarme. Lo de Girona, y más específicamente lo del Empordà, no sería más que una variedad local del complejo del norte. Ellos son los poseedores y los guardianes de la catalanidad, mientras los demás nos conformamos con la condición de usuarios. Aunque no sea precisamente una tierra de poetas, es allí donde se conserva el fuego de la lengua, es de allí de donde vienen las actitudes que los demás no alcanzamos a asimilar. Es de allí de donde han salido los clanes con una idea y una estrategia. Primero, Cambó, Ventosa y Pla. Luego, Pla, Vergés y Vicens. Ése es, pues, el único sitio donde los catalanes practican la virtud de asociarse para imponerse, mientras los demás, dicho sea con el complejo correspondiente, no hemos aprendido a tragar la parte de individualismo que se requiere para entrar en el mundo del lobby. Después de Poble Nou vino Secrets de família. Según TV3, la poco venerada herencia árabe es patrimonio de leridanos y tarraconenses. No faltaría más. Para Girona, la exclusiva de la cacareada y prestigiosa herencia judía. Por más que se lo merezca, Olga Xirinachs no puede ser Maria Àngels Anglada. Ni el Nadal alcalde de Tarragona compararse al de Girona. La llama olímpica entró por Empúries bajo la luz fabricada en las nucleares de la imperial Tarraco. ¿Manda o no manda la geografía? En las comarcas del norte se disfruta, además, de una envidiable renta per cápita, no tienen apenas paro, etcétera. ¿Estamos todos condenados a dar la espalda al sur y obnubilarnos por el norte? Condenados, tal vez; resignados, no. Como los sentimientos nunca vienen sin mezcla, existe también cierto espíritu de revancha. A más de un barcelonés le he oído decir que el Empordà es un premio de consolación por no habernos tocado en suerte la Toscana, con sus amables colinas de cipreses, sus ville palatinas y, a un tiro de piedra, su archipiélago paradisíaco por el que navegaba Napoleón disfrutando de su exilio dorado. ¡Toma ya! Eso es vengarse sin quitarse el anzuelo. Si se tratara de equilibrar un poco las cosas, habría que empezar midiendo la atención mediática que se dedica desde Barcelona a los distintos centros de interés catalanes. Tal vez publicando índices con evidencias de favoritismo, se corregiría la inercia que hace que prime el norte en detrimento del sur (y no digamos del oeste leridano). Pero creo que ni así ganaríamos mucho. La psicología colectiva es más resistente de lo que parece. Si de verdad queremos pensar en una Cataluña que no sea una Girona en versión sietemesina, no se me ocurre otra receta que pensar más a menudo en Poblet. ¿Acaso hay tumbas reales en el Empordà? Eso sí es importante. ¿Las hay en Montserrat, la montaña santa de los llobregatinos (entre los que se incluyen los barceloneses)? ¡Ni una esquirla de hueso real, nada! Si Barcelona quiere ser la capital psicológica de Cataluña, debe recordar a su dinastía y redescubrir que el centro simbólico y anímico del país se encuentra en Poblet y el Montsant, no en Montserrat. No veo otra forma de mirar hacia el sur con reverencia y dejar de observar el norte con la mirada reblandecida por el papanatismo. Al acudir a Poblet a buscar consuelo espiritual para su alma de escéptico, Pla nos señaló que para las cosas serias incluso Girona se debía inclinar ante Tarragona.
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