Si una noche un viajero...
Querido lector, viajero inmóvil, a estas alturas del verano sólo puedo imaginarle de dos formas o viajando o sin ello, quiero decir sin aliento, porque la falta de vacación en perspectiva puede cortar el resuello al más pintado. Pongamos que usted fuera el presidente de un partido muy enquistado y un sí es no alérgico a lo foráneo, pues bien, ni siquiera en caso tan extremo parece razonable que no tratara de sacar un pie fuera del círculo de tiza habitual aun a riesgo de atrapar una micosis, ya sabe, esos champis que le ponen a uno el pie al ajillo incluso en las playas o piletas autóctonas. Vamos, ni aunque usted, fuera presidente de dos partidos monolíticos y anclados en lo nuestro eludiría aspirar un poco de aire fresco por muy de un lugar exótico que proviniera. La Rioja Alavesa, verbigracia. Pero aunque usted fuera presidente de tres partidos de los de recia raigambre y firme reivindicación del solar patrio se vería inevitablemente atrapado en la alternativa de hallarse de viaje o no. Cosa que, en realidad, carece de importancia, ya que usted, tiene un periódico entre manos y con eso basta. De hecho bastaría con que tuviera un libro, pero entonces estaríamos hablando de otro itinerario y seguramente de otro azafato. Lo dijo Diderot, nada más fácil que sentarse en una butaca y abrir un libro -o un periódico, también el prospecto de las vacaciones que no realizará nunca- para experimentar cómo bajo nuestros pies la tarima comienza a ondularse convertida de súbito en el puente del navío más marinero. Naturalmente, el destino de tal crucero no puede ser otro que el mundo como biblioteca, por rendirse al tópico borgiano, o bien uno mismo en sus diferentes variedades: ya sea como niebla, como cuarto, como cráneo, como Italia o como ninguna parte, que por todos esos interiores humanos han viajado algunos dejando abrumadora constancia escrita. Tratándose de algo tan solitario, parece dificil que con el libro se pueda viajar hacia los demás, pero en la solidez del prejuicio es donde más suele residir su falsedad. Ahí tenemos a ese lector voraz que fue catapultado por la butaca desde el Alonso Quijano insignificante y solipsista hasta el magnífico don Quijote desfacedor de entuertos sin que ello le supusiera un cambio de universo, pues tanto cuando descendía al fondo de sí mismo al descender, por ejemplo, a la cueva de Montesinos como cuando se enfrentaba al caballero de los Espejos a fin de restaurar el orden moral, don Quijote seguía evolucionando en un universo de papel donde también se movían otro Don Quijote suplente y unas hazañas publicadas que sí eran las suyas pero de las que no supo decir como llegaron a la pluma de cierto Cide llamete Benengeli. Eso es lo malo de viajar en serio, que uno acaba tropezando fatalmente con el relato. Le sucedió al bueno de Telémaco cuando se lanzó al mar para buscar a su padre Ulises en ese bestseller de viajes que es la Odisea y que se atribuye a un mito llamado Homero. En efecto, cada vez que Telémaco recala en algún punto de la posible ruta de su padre está recalando en un fragmento del relato de las aventuras acaecidas a su padre, ya en Troya o ya en su presumible viaje de regreso a la Itaca natal. Pero lo mismo le ocurre a Ulises, aunque al revés. Mientras Telémaco le busca oyendo a diferentes narradores, Ulises abandona la isla de la ninfa Calipso, donde estuviera tantos años cautivo y muy pocos enamorado, solo para naufragar dos veces convirtiéndose, la primera, en narrador de cuanto le aconteciera desde la guerra de Troya y, la segunda -ya en Itaca-, para mudarse en oyente de cuanto le aconteció desde que él falta y cómo hay unos pretendientes que desde robarle la esposa y el trono. Querido viajero, lector inmóvil, tanto si se halla usted a bordo del camarote de los hermanos Marx como si yace víctima del overbuquin en algún aeropuerto de pacotilla solo puedo desearle la mejor de las travesías. Y si vienen malas, no pase ni la página ni de largo: siempre valdrá más atravesar la barrera del silencio que la de sombra. Palabra de web.
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