¡Competid, malditos!
La Comisión Europea declaró ayer la compatibilidad de la entidad que ha resultado de la fusión de las multinacionales norteamericanas World Com y MCI, dos de los grandes gigantes mundiales de la comunicación, con el derecho europeo de la competencia. La autorización, aunque venga acompañada de ciertas condiciones -que serán, por lo demás, tan inefectivas como las que impuso al aceptar la constitución del consorcio Boeing-MacDonell Douglas-, confirma el distinto rasero que Bruselas aplica a las concentraciones que son de condición estrictamente europea frente a las operaciones cuyos titulares son de naturaleza transatlántica. Sobre todo si conciernen al sector audiovisual.De hecho, cuatro de las nueve decisiones negativas tomadas en materia de concentración empresarial por el Colegio de Comisarios han afectado al mundo de la comunicación. En los tres primeros casos (RLT-Veronica, Endemol1-Nordic Satellite Distribution y MSF-Media Services) se trataba de una integración vertical entre difusores, por una parte, y proveedores de programas de televisión o de accesos a redes de transmisión, por otra, que reforzaba la potencia industrial de cada uno de los grupos, pero hacía casi imposible la entrada en esos mercados de futuros competidores.
En el cuarto caso, los grupos Kirch, Bertelsmann y Deutsches Telekom pretendían constituir una única plataforma digital apoyándose en la cadena alemana Première, en el patrimonio de filmes y de programas de Leo Kirch, en el descodificador D-Box y en la red de televisión por cable que posee la compañía telefónica alemana. Esta integración, tanto vertical como horizontal, dotaba a la proyectada plataforma de una extraordinaria competitividad y al asegurarle el control del mercado germanófono actual lo protegía frente a la voracidad de las compañías americanas.
En estas condiciones, la decisión de ayer aumenta la inquietud de quienes se preguntan, en la Comisión y en otros centros europeos de decisión, por qué el derecho de la competencia tiene que penalizar a las empresas comunitarias y favorecer, reversiblemente, a las grandes multinacionales extranjeras. La respuesta poco convinciente que se da es que la Unión Europea carece de poder efectivo para sancionar las acciones de los operadores extranjeros que infringen sus disposiciones, contrariamente a lo que sucede con los grupos europeos. Porque ¿qué puede hacer la Comisión, se nos dice, frente a los incumplimientos de Boeing-MacDonnell? ¿Prohibir acaso sus vuelos a Europa? Esta impotencia de la UE pone de relieve dos cuestiones capitales y un dilema de difícil solución. La primera, que la mundialización ha consagrado la desigualdad entre mercados nacionales, sometidos a normas y controles, y el mercado mundial, desregulado y en estado salvaje; la segunda, que el dogma de la competitividad es incompatible con el principio de la libre competencia. Pues si de lo que se trata es de ser competitivos en el mercado mundial, y si para lograrlo la gran dimensión constituye el primer imperativo, es evidente que la concentración empresarial es la solución más adecuada, si no la única. Con lo que el recurso al oligopolio y la reducción del pluralismo de la oferta se convierten en inevitables.
El dilema frente al que este imperativo nos sitúa es mantener el derecho a la competencia en el ámbito nacional y comunitario o sucumbir económica y culturalmente a manos de las multinacionales extraeuropeas por causa de su mayor competitividad. Más allá cabría la alternativa de regular el mercado mundial haciendo compatibles la competitividad y un nuevo concepto de libre competencia adaptado a la realidad de hoy. Fuera de esta opción ¿cómo podrá Europa hacer convivir su modelo de sociedad, basado en el derecho y en la solidaridad , con un mercado mundial regido por el principio del éxito y la celebración del más fuerte que la ideología de la competitividad ha convertido en absolutos?
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