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La lengua más votada

JULIO A. MÁÑEZ Hay ocasiones en que la caída en lo pintoresco no obedece a la voluntad puñetera de nadie sino más bien a una de esas homologías, del tipo de a grandes males, grandes remedios, que imponen soluciones extravagantes a problemas estrafalarios. De ese modo, la necesidad política de resolver el conflicto lingüístico ha suscitado la misma clase de resistencias que dieron origen a la disputa, y encarnadas muchas veces por los mismos personajes. No en vano, hace unos meses, al término de una de las sesiones del Consell Valencià de Cultura, uno de los representantes de la cuota de izquierda bromeó sobre uno de sus compañeros diciendo que se llevaba en su cartera un buen puñado de acentos, para añadir que estaba encantado con todo aquello porque le recordaba las alegrías propias de las interminables discusiones de los años de la transición. Hay que agradecer a las múltiples indecisiones de los responsables políticos de nuestra cultura que de pronto todos hayamos rejuvenecido una veintena de años. Al margen de la solución que se encuentre para el asunto, tal vez ya resuelto en primera instancia cuando salgan estas líneas, no sería mala idea proponer una especie de nueva ceremonia de las elecciones primarias en el caso nada improbable de que el conflicto vuelva a reproducirse en el futuro desdeñando las obligaciones pactadas en el dictamen institucional. Se fusionaría así lo viejo con lo nuevo, la persistencia del conflicto con una reorientación novedosa en la busca de soluciones. Suponiendo, que ya es mucho suponer, cierto grado de autonomía a los miembros del CVC, proporcionarían un gran servicio a nuestra sociedad si cada uno de ellos defendiese su diseño de solución propia ante el resto de los compañeros como paso previo a una votación que, a no dudar, pondría las cosas en su sitio aunque el ganador obtuviese el estrecho margen de un voto de diferencia sobre su inmediato seguidor. Mientras tanto, y sin entrar en el meollo del asunto, en el caso de que efectivamente lo tenga, llaman la atención las declaraciones en el proceso de algunos de los delegados lingüísticos del poder político. Así, el señor Casp va y se descuelga afirmando que la lengua no puede someterse a votación, añadiendo que las universidades no tienen competencias normativas sobre el asunto. No está claro si este hombre conoce las razones de su presencia en el CVC, ya que no parece tan arrogante como para atribuirla a sus méritos propios -situación engorrosa que comparte, por cierto, con casi todos sus compañeros-, pero resulta evidente que prefiere ignorar las contrapartidas exigibles a un capricho de esa clase. Más clarividente ha estado el consejero señor Camps señalando el viernes pasado que la ausencia de acuerdo dilataría la persistencia de la polémica mucho más allá de la propia existencia biológica de los actuales miembros del CVC. Observación muy cierta, que habrá desalentado a más de uno ante la perspectiva de pasar el resto de sus días enfangado en una discusión interminable. Y que resulta clarividente si se le asigna una lectura sintomática, ya que desde esa hipótesis también el señor Camps, y, lo que es peor, el propio Zaplana perderían la cuerda biológica y probablemente algo más sin un mal pacto que ofrecer a quien desde Madrid lo exige. Y eso si no gana Maragall en Cataluña.

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