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El peligro atómico

Los días 11 y 13 de mayo India realizó cinco pruebas atómicas subterráneas; los días 28 y 30 del mismo mes Pakistán, seis de las mismas características. A nadie pudo sorprender la noticia; India es una potencia atómica desde comienzos de los setenta; Pakistán desde 1986. Ambos países se han negado a firmar el Tratado de No Proliferación de armas atómicas de 1995 y proseguirán con las pruebas mientras las necesiten, como antes hicieron China y Francia.La prensa mundial se ha centrado en recalcar la contradicción de que países tan pobres gasten sumas ingentes en sus programas nucleares, preguntándose qué sentido tendría en estas condiciones contribuir con ayudas al desarrollo -cada vez más insignificantes, también hay que decirlo- o se admiraba de que una población necesitada de todo, dando muestras del grado de enajenación que comporta el nacionalismo, celebrase en las calles estos signos de pujanza. De lo que menos se ha hablado es de lo verdaderamente importante, de la amenaza nuclear que pende sobre nuestras cabezas.

India se considera, y con buenas razones, un poder mundial, al menos en potencia. La independencia de la Unión India coincidió con el triunfo de la revolución maoísta en China. En los años cincuenta se solía comparar a ambos países para mostrar las ventajas de la democracia y el capitalismo sobre el colectivismo totalitario a la hora de lograr un rápido desarrollo económico y social. Aunque hoy haya perdido todo sentido este tipo de comparaciones, India sabe que su contrincante sigue siendo China. El armamento atómico indio es la respuesta al chino; como el paquistaní, al indio. No faltan expertos que consideran la nuclearización de una región con conflictos fronterizos entre India y China e India y Pakistán una garantía de que, ante el riesgo de una conflagración atómica, no se repetirán las guerras convencionales habidas entre estos países. La disuasión por el terror ha funcionado en la guerra fría entre Estados Unidos y Rusia y ¿por qué no habría de hacerlo entre India, Pakistán y China?

Impresiona la capacidad de ocultarnos la evidencia que en cuestión tan capital como la proliferación atómica ha predominado en el pasado y sigue haciéndolo en el presente. La primera potencia atómica, Estados Unidos, acarició algún tiempo la ilusión de que podría mantener este monopolio, pero pronto tuvo que compartirlo con la Unión Soviética; después con los aliados, el Reino Unido y Francia. Al fin de la guerra fría los países con armamento atómico han pretendido mantener el oligopolio existente con suerte diversa. Por un lado, Argentina y Brasil, Taiwan y Corea del Sur han renunciado a proseguir sus programas para dotarse de armamento atómico. África del Sur ha desmontado en 1993 las bombas de que disponía. Corea del Norte, fuertemente presionada, se ha visto obligada a renunciar también a este material. En fin, 186 Estados, entre ellos España, han firmado el Tratado de No Proliferación.

Pero, pese a tamañas conquistas, sigue aumentado el número de países con armamento atómico. Israel es ya una potencia atómica. Irak estuvo a punto de serlo, pero la guerra del Golfo y los ulteriores controles de Naciones Unidas lo han evitado. Libia e Irán no han renunciado a poseer un día armas atómicas. Es menester reconocer que a la larga la política de no proliferación está condenada al fracaso y que, por tanto, la única seguridad posible proviene de una prohibición general del armamento atómico. Es éste un objetivo fundamental para la supervivencia de la humanidad que en ningún caso podemos perder de vista. Desde este enfoque la situación ha empeorado, y lo que es más grave, no muestra visos de que mejore en un futuro previsible. La Duma rusa sigue sin aprobar el acuerdo ruso-norteamericano de desarme Start II y Estados Unidos gasta hoy más dinero en el desarrollo de su potencial atómico que durante la confrontación abierta con la Unión Soviética. En suma, no parece ocioso recordar de vez en cuando que el peligro atómico no ha cesado con el fin de la guerra fría, aunque para nuestra desgracia seamos ahora mucho menos conscientes de la espada de Damocles que pende sobre nuestras cabezas.

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