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¿Hacia la vieja Europa de taifas?

Xavier Vidal-Folch

Corren tiempos difíciles para el europeísmo. La reciente cumbre de Cardiff ha puesto sobre la mesa el creciente designio albergado por muchos Gobiernos de caminar hacia una Europa de las naciones y renacionalizar políticas que ya son comunes. O al menos, de reexaminarlas con vistas a un nuevo reparto de competencias más inclinado hacia el intergubernamentalismo que hacia la comunitarización.El fenómeno viene de lejos. Apuntó claramente hace un año, cuando el Consejo Europeo de Amsterdam segó la hierba a cualquier avance en las tomas de decisión por mayoría cualificada en el nuevo Tratado -renunciar al veto es renunciar a soberanía- y aplazó la reforma institucional de la Unión, imprescindible para emprender la ampliación al Este. Pero ahora el retroceso ha recibido un gran impulso: hay que hacer menos Europa y por tanto, dedicarle menos presupuesto, dicen. Menos poder, menos dinero.

¿De dónde surge el ruido de fondo? Una hipótesis: del neo-nacionalismo de los ricos. Se ha trasladado al conjunto de Europa el complejo de la Italia padana, la rebelión de las regiones prósperas, como la Padania frente al Mezzogiorno, o Flandes contra Valonia. (No diremos Catalunya contra Extremadura, que en España el grado psicológico de cohesión territorial, y sus resultados prácticos, resultan aún envidiables.) Con el falaz argumento de siempre: el Sur succiona poder y dilapida los recursos que se le transfieren.

Si ese síndrome ha cuajado en Europa es porque su locomotora, Alemania, se ha impregnado de él. Y desde ahí ha contagiado a otros contribuyentes netos, Holanda, Suecia y Austria, la llamada banda de los cuatro. Injustamente denominada así, porque el apelativo esconde situaciones distintas. Alemania exhibe algunos argumentos en la campaña contra el exceso de su contribución al presupuesto común: su alcance (casi un tercio del mismo); los largos años en que viene reiterándose esa situación; y su discriminación respecto a otros países florecientes, como Francia o Dinarmarca. Mientras que los demás, o son recién llegados, o apenas acaban de acceder a la noble condición de paganos.

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En un espacio económico articulado existe una doble regla de oro: superávit comercial de los más desarrollados, compensado por su déficit fiscal-financiero. O sea, el precio que los ricos pagan por la ocupación de los nuevos mercados de los países menos boyantes es el volumen de transferencias financieras que inyectan a éstos para estimular su desarrollo endógeno.

Esa doble regla ha venido funcionando en los Estados-nación al uso, pongamos España, donde Catalunya y Madrid, pongamos por caso, reequilibran su hegemonía comercial respecto a Andalucía, Extremadura o Asturias, mediante el pago del peaje de sus altas transferencias fiscales redistributivas. Funciona también en los proyectos regionales integrados, como el de la Unión Europea (UE), hacia adentro y hacia afuera: entre Alemania y España y entre la UE y el Magreb. Pero no adopta carta de naturaleza en los espacios invertebrados, como el del Tratado de Libre Comercio entre EEUU, Canadá y México, donde como norma las transferencias financieras reequilibradoras brillan por su ausencia, salvo en casos excepcionales de salvamentos de urgencia, como el requerido a raíz de la crisis tequila.

¿Por qué se cansan los ricos? Doméstica e individualmente, por la presión fiscal interna, continuada durante años: ahí nacen los movimientos en pro de reformas del IRPF. Nacionalmente, porque las rentas de situación tienden a digerirse rápidamente -como la victoria de Churchill sobre los nazis- mientras que sus peajes financieros reverberan pesadamente, ejercicio tras ejercicio. Así, a nivel europeo, el dominio norteño del mercado ibérico se presenta como cosa adquirida, pero su factura financiera anual tiende a ser discutida e impugnada, porque se repite año tras año. Si a eso le añadimos la reducción del margen de maniobra que provoca el rigor presupuestario derivado de la política de convergencia macroeconómica, tendremos el cuadro casi completo.

Casi. En el caso de Alemania, que es el fundamental, hay que añadirle un ciclo económico algo diverso -el despegue ha tardado más que en otros países y se ha generado un imprevisto coste de cuatro millones de parados- y sobre todo, la difícil absorción de los empobrecidos länder orientales. Hace poco menos de diez años, los otros europeos temían que la unificación alemana desembocase en una Europa alemana más que en una Alemania europea, según la sugerente síntesis dicotómica de Karl Lammers, el ideólogo europeo del canciller Helmut Kohl.

Pues bien, apenas nadie intuía entonces que las poblaciones prósperas de Renania y Baviera se rebelarían contra la subvención a los länder orientales. Y la rebelión social se ha producido, aunque sea en forma parapolítica, de menosprecio o despecho. El resultado no es halagador para un Estado-nación que cuenta apenas con un siglo de vida. La férrea Alemania de Bismarck aparece hoy como una magmática federación de regiones levantiscas entre sí. Nada bueno para el país líder de Europa. Nada bueno en consecuencia para Europa.

Como la política exterior, y desde luego la europea, no es sino un trasunto derramado hacia afuera de la política interna, la fatiga del donante alemán se traslada automáticamente al ámbito de la UE. Y se plantea una -falseada- batalla entre pobres y ricos, cuando lo que de verdad se requiere es simplemente un ajuste de las aportaciones de los ricos entre sí. Dicho de otra manera: el forcejeo debiera plantearse -a iguales requerimientos de cohesión económica y social- no entre menos y más prósperos, sino entre distintas categorías de países desarrollados.

No importa. Lo socialmente verosímil es más eficaz que lo científicamente plausible. De modo que Bonn ha buscado una doctrinilla general en la que escudar las demandas de sus reinos de taifas, la genial ambigüedad del principio de subsidiariedad. Entendido además en su sentido más cateto, la distribución de competencias entre las Administraciones según el criterio de la proximidad (¿física?, ¿mental?, ¿caciquil?) al ciudadano, y no el ortodoxo de la adecuación al objetivo que se persigue. Es el inicio de todo provincianismo, de todo localismo, de una Europa microscópica. De las viejas taifas.

Al desfallecimiento alemán se le une una Francia sumida en acerva crisis de identidad, una Italia que todavía bracea para recuperar el sentido de Estado y un Reino Unido que -despojado de los desvaríos thatcherianos- sigue pensando Europa en términos de amplio mercado más que de profunda integración. Si todo eso ocurre entre los cuatro grandes de la UE, sucede en los Quince que la pasión europeísta pierde fuelle, quizá porque tras la caída del muro de Berlín no parece tan urgente construir una alternativa frente a la de un enemigo ya inexistente.

¿Desembocará así la UE en un proyecto para embridar a Europa en vez de expandirla? ¿En un proyecto de patrias que comparten sólo lo accidental? ¿Habrá sido la derrota de la EFTA inventada en 1959 por el Reino Unido para oponerse a la Comunidad Económica Europea de 1957, y absorbida por ésta con la ampliación nórdica de 1995, un simple caballo de Troya dentro de la Unión?

No está tan claro. Para triunfar, la Europa de Cardiff debe domeñar a la Europa de la moneda única. El discurso de la devolución de competencias se enfrenta, en la batalla cotidiana, a una difícilmente sujetable lógica de federalización, a causa de la dinámica del euro. Los mismos que se afanan en regatear doctrinalmente las competencias de la Comisión o del Tribunal de Justicia, propugnan perfeccionar el mercado interior; consumar la política monetaria unificada; complementarla con la armonización fiscal, laboral y casi presupuestaria; dotar de contenido a una aún embrionaria política común de empleo. Incluso pugnan por completar todo eso con las exigencias surgidas de la opinión en pro de una política exterior común (Bosnia, Albania, Kosovo). El deseo de menos Europa contrasta con la realidad que tiende hacia más Europa, como el agua con el aceite.

Hasta tal punto es así, que cuando los Quince discuten de subsidiariedad en Cardiff, deben otorgar buena parte de razón al teórico adversario, la Comisión, quien por boca de Jacques Santer les recuerda que son ellos, y no Bruselas, los reglamentistas, los intervencionistas, los hiperlegisladores, los burócratas. Y les cambia el terreno de juego. La minúscula y triste esperanza adicional estriba en que tengan razón quienes alegan que la UE sólo sabe hacer bien una cosa al mismo tiempo y ahora, enfrascada en el euro, atraviese sólo un momento de débiles voluntades.

¿Y España? Harina del mismo costal, por lo menos. Otrora preocupada por estas lides comunes y en pleno vendaval federalista, sacó de Europa lo mejor de sus ubres democráticas y solidarias, a fuer de cómplice con la Alemania que se enfrentaba al tardo-sovietismo (la doble decisión) y que se unificaba. Hacía piña y lograba a cambio para sí -y para todos- la cohesión, la ciudadanía europea y la política mediterránea. Ahora, incapaz de guiños convincentes hacia Bonn -el meollo-, ha permitido, con la exangüe apelación a unos intereses nacionales puros y duros expresados a lo contable, que el canciller fragüe junto a sí un frente de pitufos. Demasiado numerosos, por desgracia.

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