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Tan negro que tizna

Si inevitable es que en este final de siglo se sopese lo que de bueno y de malo hubo en los cien años anteriores, obligado resulta que el objeto de una de esas evaluaciones lo configuren la experiencia soviética y otras que alguna semejanza guardan con ella. Parece fuera de duda que El libro negro del comunismo -un amasijo de sesudos estudios y aviesa propaganda- no está llamado a cerrar, sin embargo, las discusiones al respecto. Hasta hoy, y por desgracia, apenas ha suscitado debate alguno que trascienda la general admiración por una maravilla aritmética: la ofrecida por el cómputo de los crímenes.El libro negro invierte groseramente, por lo demás, el desafuero mental que a los ojos de tantos ha imperado durante decenios: muchos han sido, al parecer, los intelectuales seducidos por una benigna y respetable teoría que aconsejaba no prestar atención a los hechos en los que -según cuentan- se plasmaba. Ahora, en cambio, sólo interesan los hechos -algunos de ellos-, opción que a la postre facilita la tarea de identificar quiénes han sido y quiénes son los comunistas: por sus crímenes, se nos dice, los conoceréis. Si nada nuevo hay en lo anterior, menor es aún la novedad en la repetición ad nauseam de ese viejo tópico que reseña la complicidad de los intelectuales con los crímenes de Stalin, como si no se hubiesen difundido, a bombo y platillo, decenas de monografías al respecto, y como si lo común no fuese, desde al menos dos decenios, lo contrario: la admonición acrítica del comunismo y, por detrás, la vergonzante aceptación del orden establecido.

Con su simpleza, el libro cuya nómina de autores encabeza Stéphane Courtois le hace un flaco favor, a la postre, a los denostadores ontológicos del comunismo. El hecho de que muchos de éstos, pese a ello, lo hayan acogido como si de una buena nueva se tratase invita a desvelar algunas de sus trampas y carencias. Digamos al respecto, en primer lugar, que el millar de páginas que nos ocupan no alberga ni un asomo de discusión sobre el concepto de comunismo. Y a fe que el derrotero de éste no puede ser más azaroso. Ahí están, si no, el conflictivo traslado de una idea del XIX a una práctica del XX, la más que discutible presunción de que Lenin es, por arte de magia, el albacea intelectual de Marx o el significativo olvido de que este último no encabezaba sino una de las varias versiones decimonónicas del comunismo. Agreguemos, por si poco fuera, que en ninguno de los recovecos del libro se considera lo que a algunos nos parece decisivo: el enorme ascendiente que muchos de los elementos tradicionales del capitalismo -la jerarquización, el reparto no igualitario de la riqueza, la idolatrización del desarrollo de las fuerzas productivas- ejercieron en la articulación de los sistemas de tipo soviético. Ante problemas como éstos, Courtois y los suyos prefieren invocar, sin más, la complicidad de un lector aturdido que no está para mayores exquisiteces.

Pero es que, y en segundo lugar, el libro olvida premeditadamente las críticas comunistas de los sistemas de tipo soviético y de sus retoños. No se busquen en sus páginas los nombres de Kropotkin y Luxemburg, Korsch y Pannekoek, Bordiga y Gramsci, Volin y Goldmann, Mattick y Rocker. Mucho de lo que algunos creemos saber sobre esos sistemas nos lo han enseñado, desde la atalaya de una crítica radical e irrenunciable, esos pensadores, que a la postre han sugerido que el comunismo era otra cosa. No es difícil entender por qué el libro negro prefiere sortear visiones molestas -lo mismo hizo en su momento, por cierto, el grueso de la socialdemocracia, nada amiga de terceras vías- que le restarían claridad y contundencia a unas conclusiones antes marcadas por el tamiz de la propaganda que por el designio de estudiar mesuradamente las cosas.

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La tercera estratagema del libro no es otra cosa que la renuncia metodológica a la contextualización. Aunque no hay justificación posible de los crímenes, tiene su interés -cómo no- colocarlos en un escenario que permita columbrar, por ejemplo, que ninguno de los regímenes que los acometieron surgió de la nada y que ninguno de ellos se vio al margen de formidables agresiones externas. Cuando éstas se olvidan se refuerza, y poderosamente, la convicción de que la violencia era, sin más, atributo central e inexorable de la idea comunista -el comunismo es Pol Pot y nada más que Pol Pot-, al tiempo que resulta más sencillo sostener, como en suma lo hacen muchos de los capítulos del libro negro, que todos los regímenes analizados eran iguales y que todos permanecieron inalterados con el paso de los años.

Para apreciar lo anterior en su versión más obscena, nada mejor que echarle una ojeada a las hilarantes páginas que el libro negro le dedica a Nicaragua, redactadas al parecer por fuente tan autorizada como un «periodista especializado en América Latina» y sin mención de fuente documental alguna. En ellas se da por supuesto que el régimen sandinista era comunista, se elude cualquier discusión sobre un movimiento en el que se daban cita elementos marxistas, nacionalistas y cristianos y, peor aún, se trata con atención esquiva a Somoza y a la contra y nada se dice de la criminal guerra de baja intensidad avalada por Estados Unidos. En la versión del libro negro, «el país se sublevó contra los sandinistas» y la guerra civil consiguiente quedó inserta al poco en el conflicto Este-Oeste de resultas... del apoyo cubano al régimen sandinista. Entre tanto, el nombre de Estados Unidos sólo aparece para recordar que su Gobierno decidió aplicar un liviano embargo en 1985. Agreguemos, en fin, que entre los glosadores del libro negro hay una muy sagaz búsqueda de la comparación con el nazismo -de tal suerte que se homologa a éste con el comunismo, y ello sea cual sea el resultado de la operación-, y no con el capitalismo. Así las cosas, este último queda exonerado de cualquier responsabilidad criminal en virtud -cabe suponer- de la adopción de un sinfín de cautelas gnoseológicas que conducen, sin más, al silencio. No deja de ser curioso, por cierto, que quienes acometen semejante operación de ocultamiento sean los mismos que han aceptado de buen grado una convencional descripción de lo ocurrido en la segunda mitad del XX que identifica una colisión central entre capitalismo y comunismo.

Tiene su sentido imaginar, sin embargo, por qué no ha cobrado cuerpo entre nosotros, o por qué no ha recibido el mismo respaldo mediático, un libro negro del capitalismo que diese en contabilizar las víctimas de las dos guerras mundiales, del saqueo permanente del Tercer Mundo y de la guerra civil española y conflictos afines (claro es que algunos, muy listos, atribuirían al respecto todas las culpas al denostado nacionalismo). El procedimiento desplegado no puede ser más sencillo: mientras se opta por cosificar el comunismo, se alienta una sutil evaporación del capitalismo, en virtud acaso de la superstición de que forma parte del orden natural de las cosas o, en las visiones más hilarantes, de que es el producto señero de la democracia y de la libre elección. Todo ello frente al capricho ingenieril de una ideología perversa y superflua. Que la comparación entre capitalismo y comunismo es problemática resulta evidente; que rehuyéndola mejore nuestro conocimiento se antoja, sin más, insostenible.

Sospecho que el propósito, siquiera marginal, de los autores del libro que nos ocupa, y de muchos de sus glosadores, no es acabar con los restos del movimiento comunista tradicional. Si lo fuera, y habida cuenta de lo burdo del esfuerzo, es difícil que diese resultado. Para ser sincero, y tras escuchar un sinfín de veces a quienes aún hoy siguen defendiendo crímenes sin cuento, creo que es poco menos que imposible ganarlos para la causa de la razón. Pero en este caso, y en otros muchos, tienen pleno derecho a recordar lo que Courtois y la mayoría de sus colaboradores han olvidado: que los detractores del comunismo han sido a menudo tan perversos como muchos de los adalides de éste, y que en la textura de lo que el libro negro entiende por comunismo despuntan por doquier muchas de las aberraciones de ese capitalismo cuyos crímenes, por desgracia, no interesan a los comentaristas de fin de siglo. No sé, en fin, si la tira de publicidad que acompaña a la edición francesa del libro, y que reza escuetamente «85 millones de víctimas», no responderá al subconsciente designio de identificar, también, a los sufridos lectores, que espero no sean tantos.

Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política y director del programa de estudios rusos de la Universidad Autónoma de Madrid.

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