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Tribuna
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Ordeno y mando

Detonante que hace estallar el conflicto, gota de agua que colma el vaso: triviales metáforas utilizadas por el vicepresidente primero del Gobierno y secretario general del Partido Popular para calificar el origen de la grave crisis institucional por la que atraviesa Asturias. Sea una cosa o la otra, detonante o gota, lo cierto es que la cadena de desatinos cuyo último eslabón por ahora es la expulsión del grupo parlamentario popular del presidente del Gobierno del Principado pende de un incidente protocolario: el vicepresidente del Gobierno del Estado no permitió que el consejero de Fomento hiciera uso de la palabra en un acto de fraternidad político-empresarial.Si el consejero se hubiera resignado a la prohibición, no habría habido detonante ni gota y el conflicto se habría arrastrado, o el vaso seguiría sin rebosar, durante un año más, que era el máximo que a ese Gobierno le quedaba de vida. No ha sido así. Salióle respondón el consejero y, ante tan descarada interferencia, el vicepresidente montó en cólera y exigió de forma perentoria, desde tribunas públicas, la depuración del osado entrometido.

Y es a partir de ese momento cuando todos los actores pierden los papeles y comienzan a no saber qué pieza están representando, si una comedia de enredo, con señoras de por medio, o una tragedia local, con puñaladas por la espalda. Tan perdidos andan que se les ha visto llorar por las esquinas, atrapados en el dilema de mantener hoy el cargo junto al amigo o asegurarlo para mañana en la obediencia al jefe.

Todo este sinsentido tiene una causa inmediata cuyas raíces se hunden en cierta cultura autoritaria que pretende liquidar los conflictos por medio del expeditivo ordeno y mando. Pues, dejando de lado cuestiones de estilo y de maneras, ¿rebasa o no rebasa sus competencias un vicepresidente del Gobierno del Estado cuando exige en público y bajo amenazas al presidente de un Gobierno autónomo la destitución de uno de sus consejeros? No vale decir que el vicepresidente actuaba como dirigente del partido, de la misma manera que no vale a un juez denigrar a su superior con la argucia de que habla como abogado. Cascos es vicepresidente del Gobierno y no puede, tratándose de asuntos que afectan a instituciones del Estado, despojarse de ese ropaje a su buen placer.

Pero si el vicepresidente actúa saltándose las barreras institucionales no es por arrebato momentáneo, sino porque piensa que el respeto a los procedimientos queda para gente débil que nunca llegará a nada en política. El Partido Popular es hoy lo que es gracias a que su actual núcleo dirigente podó ramas secas, trató sin miramientos a pequeños barones provinciales, envió a los grandes dinosaurios a un exilio dorado y mantiene en el ostracismo interior a los cachorros dotados de autonomía propia. Es un partido de derechas que ha aprendido los rudimentos del bolchevismo, como pone de manifiesto el mismo Cascos cuando utiliza una jerga de izquierda revolucionaria evocadora de viriles gestas conservadoras: prefiero un partido sin Gobierno a un Gobierno sin partido, dijo, remedando al glorioso almirante que prefería honra sin barcos a barcos sin honra.

Esta mezcla de imaginería conservadora y andamiaje bolchevique puede abrirle la vía para resolver el embrollo en que ha metido al Partido Popular. Populares y comunistas tienen ahora la oportunidad de culminar lo esbozado en Andalucía y dar a luz un Gobierno de regeneración situado por encima de las ideologías. Al fin y al cabo, el presidente del Gobierno ha insistido en lo lábil y fluida que ha venido a ser la frontera entre derecha e izquierda, mientras el líder del PCE no ha anunciado todavía que no deba taparse las narices para hablar con un PSOE anclado en la orilla mala de las dos orillas. En estas circunstancias, un gobierno del Partido Popular sostenido en los votos de Izquierda Unida sería la fórmula más imaginativa posible para sacar a Álvarez Cascos de ese fuego al que le ha arrojado su intemperancia y su precaria cultura democrática.

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