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Tribuna:CRÓNICAS: JUAN CRUZ
Tribuna
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Rolling

Juan Cruz

Recuerdan a algunos filósofos maduros que añaden a su edad cierta facundia anacrónica cuyo disfraz quieren literario. Estos filósofos que siguen disparando -y que conminan a otros a que disparen con ellos para salvar causas fantasmas- desde las trincheras del grito, tienen en común con los Rolling Stones, también, que no guardan conciencia alguna de la edad que se ha producido alrededor, y siguen haciendo gestos, gesticulando, para que los más fieles coreen las gracias. Un día los filósofos verán de qué tamaño es la soledad que produce el tiempo alrededor, y un día también se levantarán los Rolling de una faringitis y verán que no hay entradas, que ya no habrá nunca más entradas.Quizá la comparación es hiriente para los Rolling y para sus seguidores, mientras que esos filósofos -dos, tres- sólo se tienen a sí mismos como seguidores íntimos; y mientras los Rolling son literalmente deslenguados, estos supervivientes de los adoquines de mayo parecen quejarse siempre de que la playa no sea suya. Los Rolling, además, viven del dinero que multiplica la fama, y los arrendatarios del 68 quieren cargarse el Estado cruel cobrando cada fin de mes de las arcas que los nutre. En fin, son comparaciones odiosas que nacen de la contemplación de la anacronía que supone la increíble capacidad de estupidez que es posible en la actualidad humana del mejor grupo de rock del siglo del rock and roll.

Ya tienen más años que los que van a cumplir, e insisten desde su tiempo de abuelos en esconder sus ojos detrás de las últimas gafas de sol de la juventud que les espera; cumplen el rito de las grandes estrellas gimnásticas y permiten que se sepa que de madrugada beben más whisky que el que se guarda en un hotel de lujo, y para que circule el libro de estilo de la vida de las estrellas dejan que se diga también que su condimento es el caviar. Alimentan el secreto sobre sus horas y permanecen encerrados con el juguete de sus años mientras afuera no sólo retoza la creciente indiferencia, sino que está despierta San Sebastián, una de las más bellas ciudades de Europa. Uno de ellos sale al fin de su reducto y le hace al Guggenheim el favor de visitarlo, pero fotos no, por favor, que se lastima la imagen del abuelo. Por fin se digna a aparecer en un rincón libre del museo y es para que una amiga le retrate haciéndole un guiño a la cámara. Ahí está él, sonriendo feliz al aire de Bilbao. Mientras tanto, en los despachos, los que les han traído cuentan el dinero de la recaudación y aguardan el fax fatídico, que al fin llega con la recomendación que hará del viaje un fiasco para tantos seguidores: detrás de la lengua, en efecto, hay una laringe enferma. La cancelación estaba cantada, acaso desde que los Rolling la empezaron: es un juego de la nada contra el tiempo, quieren vencer a la edad usando disfraces antiguos, y ansían la fama como una costumbre que tiene los ritos que ellos llevan a cabo: el exabrupto, el alcohol, la calidad y el secreto, un cóctel mortal del que se puede vivir eternamente, a no ser que el famoso despierte un día de veras y compruebe que antes de la jubilación forzosa de su cuerpo ya era demasiado grande la sombra feroz de la indiferencia.

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