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Carmen

Miguel Ángel Villena

MIGUEL ÁNGEL VILLENA A lo largo de dos décadas de periodismo he conocido pocas personas a las que el ejercicio del poder no les haya cambiado el semblante. Carmen Alborch figura, sin duda, entre la escasa gente que ha mantenido el mismo talante antes, durante y después de su paso por las poltronas y los coches oficiales. Desde aquellas estampas suyas de hacer ganchillo en las apasionadas asambleas de mujeres de la transición hasta su llegada al Ministerio de Cultura en 1993, incluyendo sus tiempos de galerista, de decana de Derecho o de responsable del IVAM, Carmen ha esbozado siempre esa sonrisa entre cómplice e ingenua que representa uno de sus signos de identidad. Cuando recorría incansable museos, festivales y conciertos de toda España, los catetos con ínfulas de ilustrados que pasean por la Villa y Corte se lamentaban de contar con una ministra tan farandulera. No sabían estos intelectuales de salón que Carmen Alborch sólo estaba convirtiendo un placer en una tarea política. Porque la actual diputada socialista se contaba, desde que era una jovencita, entre las buenas aficionadas al arte, la música o el teatro. Candidata deseada por una izquierda plural y abierta, que surge más de la sociedad civil que de la endogamia de los partidos políticos, Carmen se ha retirado, o ha sido retirada, de la batalla por la alcaldía de Valencia. Si las posibilidades de desbancar a esa derecha folclórica que encarna Rita Barberá ya eran reducidas con la Alborch como cabeza de cartel, ahora el PP se frota las manos a la espera de una nueva victoria en la capital. Cuando algunos socialistas, que cobran como cargos públicos desde hace 15 o 20 años, hablan de renovar el partido sólo provocan sonrojo o indignación. Porque olvidan que la renovación incluye también abrir las puertas de la izquierda a personas que conciben la política como un medio para cambiar las cosas y no como un fin en sí mismo para conservar el poder. Carmen no es más que un ejemplo, aunque resulte bien significativo. Sin candidatos que representen más a los electores que a las cerradas capillas de los partidos, la izquierda está condenada al fracaso.

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