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Tribuna
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Los miserables

Oía con frecuencia el rasgueo de aquel violín surgiendo de cualquier rincón del centro de Madrid. Lo oía, no lo escuchaba, porque quien tañía esas cuerdas lo hacía con tal levedad que negaba al oído humano la percepción de cualquier concordancia musical. Su ejecutor era un hombre mayor cuya pobre indumentaria no le impedía mantener el personal decoro. La imagen que proyectaba en la vía pública era ciertamente conmovedora, y en la funda del violín siempre había algunas monedas, fruto de la conmiseración de los viandantes. Su presencia nunca pasaba inadvertida, aunque las notas musicales que emitía resultaban tan tenues que nadie se paraba a seguir la melodía.Un día me detuve con el propósito de hacerlo e intentar reconocer la pieza que interpretaba. No lo conseguí. Ni en esa ocasión ni en otras sucesivas pude hallar el menor sentido armónico a los sonidos que emitía. Pronto llegué a la triste conclusión de que aquel pobre diablo carecía de fundamentos musicales y que el violín que jamás supo tocar era sólo un instrumento para camuflar su condición de mendigo.

La competencia es atroz y un pobre ya no puede ejercer con éxito la mendicidad si no añade a su actitud suplicante algún argumento más. Algo que contrarreste el rechazo que provoca en la ciudadanía la presión constante de los indigentes sobre sus conciencias. Es lo que hace la anciana que hace sonar su pequeño organillo en la calle de Preciados o la Puerta del Sol. Unas cuantas piezas bien escogidas del repertorio zarzuelero más popular son suficientes para que el movimiento giratorio de la manivela que ella acciona le proporcione unos ingresos ciertamente envidiables en el sector de las órdenes mendicantes.

Hay otro tipo en la Gran Vía que se disfraza y maquilla como un payaso subido en un taburete. Empezó tratando de imitar a quienes aguantan el gesto como estatuas, especialidad introducida por los actores en paro que atrajo a numerosos adeptos. Su sistema nervioso no se lo permitió. Careciendo del entrenamiento previo, resultaba imposible mantener la rigidez extrema mientras cientos de personas pasaban indiferentes sin depositar en el bote ni una perra gorda.

Enseguida cambió de táctica, optando por gesticular como el muñeco de una caja de música. Funcionó mucho mejor, aunque pudo comprobar que lo que en realidad tenía un efecto recaudatorio ciertamente contundente era el situar entre sus pies a un pequeño perro de mirada triste. Aquello sí fue definitivo.

Un animal es capaz de suscitar en las personas sentimientos de compasión que no siempre alcanzan a motivar las miserias humanas. En el metro de Callao hay un mimo profesional ejerciendo el estatismo que acude con su gato a realizar el show. Su éxito reside en haber conseguido que el felino mantenga el mismo rictus de inmovilidad que él muestra ante el paso incesante de transeúntes. Un espectáculo digno de ver.

Son estrellas en definitiva que brillan con luz propia en el oscuro y complejo mundo de los miserables. Los hay a cientos vagando por las calles, unos ejerciendo de pañoleros en los semáforos y vendiendo La Farola u otras publicaciones similares. Otros se plantan en las iglesias exhibiendo estampas religiosas para conmover a los beatos o mostrando los atroces remiendos de su anatomía. Los hay que anuncian su estado terminal declarándose enfermos de sida y quienes exhiben la falta de piezas dentales como síntoma inequívoco de estar minados por la heroína. Un cuadro que no difiere tanto del retratado hace siglo y medio por Víctor Hugo en las cloacas de París.

El desempleo y la marginación ha pronunciado en Madrid la desigualdad social hasta situar a más del 10% de la población en el umbral de la pobreza. Bien está que suban los mercados financieros, que la economía crezca y aumente el beneficio de las empresas. Pero que nadie se declare satisfecho con los resultados mientras no sepa o quiera aprovechar las circunstancias positivas para sacar del agujero a los más desfavorecidos. No mientras haya una legión de miserables sin perspectiva de futuro o un viejo tenga que tañer las cuerdas de un violín que nunca supo tocar.

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