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Tribuna
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El Mundial, última bandera

El deporte espectáculo, y en particular el fútbol, se ha convertido, en las sociedades mediáticas de masa de nuestro mundo globalizado, en el instrumento privilegiado para la promoción económica de las identidades colectivas. Dinero y economía multi-nacional, espectacularidad masiva y extrema mediatización, globalización y geopolítica son parámetros que hacen del fútbol la expresión paradigmática de la realidad actual. Con un total de más de 160 millones de personas que practican habitualmente el fútbol, y cerca de 44.000 profesionales, este deporte se sitúa en cabeza de las actividades deportivas mundiales. Dinero en pesetas: la masa financiera implicada en el fútbol sobrepasa los 37 billones; los ingresos que le reportará a la FIFA el Mundial que hoy comienza serán de más de 12.000 millones; el volumen anual de negocios de los primeros seis equipos europeos supera los 80.000 millones.Esos equipos son hoy verdaderas empresas comerciales que se cotizan en Bolsa, que forman parte de grandes grupos multinacionales, con frecuencia del mundo de la comunicación -Fininvest y el Milan AC, Canal+ y el París Saint Germain, etcétera-, y cuyos principios básicos son la competitividad y el beneficio. Todos consideran a sus jugadores como el activo más importante de su balance, cuya circulación nada puede impedir, posición que la sentencia del Tribunal de Justicia de Luxemburgo, a propósito del jugador Bosman, ha venido a confirmar definitivamente.

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La extraordinaria implantación del fútbol en los últimos 40 años es función directa de los medios de comunicación. La radio primero, luego la televisión hertziana y por cable, y hoy las nuevas tecnologías de la comunicación han hecho del fútbol un espectáculo mundial a la par que servían de gran impulsor del desarrollo comercial de estas últimas. En audiencia acumulada, 32.000 millones de personas presenciaron, en televisión, los 52 partidos de la Copa del Mundo de 1994 frente a los 20.000 millones que vieron los Juegos Olímpicos de Atlanta en 1996, y el Mundial del 98 tendrá una audiencia acumulada superior a los 37.000 millones de televidentes. La Copa de Africa que acaba de tener lugar en Burkina Faso ha sido vista, aunque parece increíble, por más del 90% de la población urbana africana.

Pero el fútbol es hoy, en nuestras sociedades atomizadas y a la deriva, donde la desigualdad y la exclusión hacen de la búsqueda de las raíces y de la incorporación comunitaria un imperativo de supervivencia, el instrumento más a mano para sentirse coprotagonista de una identidad colectiva. La fiesta de la Cibeles, con ocasión de la victoria del Madrid en la última Copa de Europa, es un claro revelador sin réplica de esa necesidad de pertenencia.

Todos sabemos que el fútbol es el deporte con el mayor coeficiente de interactividad entre jugadores y público y que eso es lo que explica la fuerza y la consistencia de los procesos de identificación entre el club y sus seguidores. Pero lo más significativo, en el caso del Real Madrid como en el de los grandes equipos, es que se trata de verdaderas multinacionales económicas que remiten a identidades locales multinacionalmente construidas -origen múltiple de sus jugadores-. Esta dimensión tan propia de los actuales procesos de globalización y que irrumpe con vocación dominadora concuerda con ellos en otorgar el protagonismo a lo local y a lo económico, frente a lo nacional y a lo público.

Para resistir a esa ola que amenaza con arrastrarlo todo, y que se presenta como el único futuro posible, los campeonatos mundiales enarbolan la nación como su última bandera y en su torno movilizan a los Estados y a sus ciudadanos creando durante 33 días la ilusión de que el David nacional puede seguir venciendo a los Goliats multinacionales. Esta contradictoria geopolítica deportiva es el dato más revelador de uno de los mayores problemas -multinacionales contra Estados, lo local antagonista indisociable de lo global- de nuestra contemporaneidad.

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