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Hacen falta teólogos laicos

No cabe la menor duda de que la teología es un coto casi cerrado del mundo clerical. Y eso es lo malo, porque transmite muchas veces más su mundo que el que vivimos los que estamos comprometidos con la sociedad, a través de la profesión, el pensamiento independiente, la familia o el compromiso social y político. Su formación los marcó demasiado, y es difícil que salgan de ella, por más que algunos quieren, y son pocos los que lo consiguen, con gran mérito por su parte. Y también a veces hay seglares que, captados por ese mundo clerical, parecen más clericales que los miembros de ese estamento.Por eso yo creo en la necesidad de laicos independientes desde los tiempos que luché en la revista Triunfo por esa independencia; ya que le sería necesario a la Iglesia fomentarla creando un nuevo clima, y un nuevo fondo a la religión, si no quiere que ésta se quede encerrada en los estrechos límites de una secta.

Para intentar evitarlo, me inspiré en aquellos pensadores españoles de nuestro mejor siglo -el llamado de Oro-. E insisto en lo que podríamos aprender sobre religión del crítico Juan de Valdés, que recuerda en su Diálogo de la doctrina cristiana algo que podían meditar los obispos hoy en nuestra nación. En particular, cuando justifican las intemperancias de la Cope por razones crematísticas, falsa razón que criticaba Valdés por boca de un arzobispo: «Pluguiese a Dios que tanto recaudo y diligencia pusiésemos en instruir al pueblo en la doctrina cristiana cuanto ponemos en hacerles pagar los diezmos y las primicias». O aprender filosofía antiescolástica en el escéptico Francisco Sánchez. Y la independencia de Roma en el padre Victoria; o en el dominico Melchor Cano, que recomendaba al rey que frenara al Papa cuando se desmandase y abusase de su poder. Y después aprendamos de esos humanistas de una ejemplar independencia como el crítico de las supersticiones hispanas, padre Feijoo, en su Teatro crítico y Cartas eruditas. Y hoy de don Francisco Giner de los Ríos, en los Estudios filosóficos y religiosos, echando en cara a nuestra Iglesia española «cuando se escucha el iracundo acento de la soberbia, que envenena y separa, allí donde sólo debiera oírse el manso lenguaje de la caridad, que vivifica y une; y cuando la ignorancia se abraza a la malicia». Y también de aquellos krausistas de la moral universal, entre los que me es especialmente simpático don Gumersindo de Azcárate, con su emotiva confesión Minuta de un testamento. Y Unamuno, Ortega y Gasset y Marañón, que hoy habría que volver a leer. Aquél, en su Diario íntimo, cuando confiesa que perdió «la fe pensando mucho en el credo», porque «los misterios son símbolos, sí, pero símbolos de lo inconocible en esta vida», con los que nos descubre su profunda y vital religión personal, contraria a la teología abogadesca, que pensaba él que puede echarla a perder. Ortega, en su dura crítica del aristotelismo, que tanto ha influido en el catolicismo oficial, usando éste una versión de tercera categoría y consiguiendo así una construcción racional que es «una catedral de adobes», según Unamuno. Y Marañón con sus escritos de tolerancia, y de moral y ciencia, cuando criticaba los manuales deontológicos, a los que la Iglesia ha sido tan aficionada, y que «recuerdan a los artículos inocentes con que comienzan muchas constituciones, ordenando que los ciudadanos sean buenos y felicies, o demócratas y trabajadores»: ése es, en cambio, el valor de la ciencia en el progreso del hombre, porque pasa así de la «fe en el absurdo» a la «fe en las cosas demostrables». Es importante que la religión aprenda de la modestia científica que no multiplica las verdades, pues «en casi todo es difícil conocer la verdad» (padre Suárez, SJ).

¿Quién será entonces teólogo?: el que decía en nuestro Siglo de Oro el maestro Venegas, «todo cristiano debe llamarse teólogo, y serlo». No dejemos nunca aparte nuestra razón personal. «Es claro que la teología no es patrimonio exclusivo de los clérigos, ni está reservada sólo para los teólogos», enseñaba en 1953 el famoso teólogo jesuita Aldama . Todos tenemos nuestra razón; y hemos de usarla sin condicionamientos autoritarios. «La teología no es patrimonio exclusivo de los clérigos», añadía sorprendentemente el cardenal Segura en aquella fecha. Y «todos pueden alegar un derecho a conocer teológicamente las verdaderas reveladas por Dios», porque «inteligencia sin verdad, y razón sin razonar, son tan anormales como los ojos sin su luz correspondiente», repetía el dominico Sauras. Meditemos estas duras pero textuales palabras de un gran santo, san Vicente Paúl: «La Iglesia no tiene peores enemigos que los sacerdotes. Por los sacerdotes perduran los herejes, ha reinado el vicio, y la ignorancia ha establecido su trono entre el pobre pueblo». Aquel antiguo obispo galo del siglo V -san Avito- ya decía que «los asuntos de la Iglesia no incumben solamente a los sacerdotes: el cuidado es común a todos los fieles». Y cada uno debemos aspirar a juzgar por nosotros mismos lo que sea la realidad, sostenía santo Tomás también.

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San Pablo «respetará con suma delicadeza la conciencia de cada hombre, no sintiéndose autorizado a condenarlo», asegura el biblista monseñor Straubinger. Y «no le pasa siquiera por la imaginación el arrojar fuera de la Iglesia a los que le critican», añade otro excelente biblista, J. L. McKenzie; las cartas pastorales llaman la atención sobre doctrinas malsanas, pero lo curioso es que «no anatematizan las doctrinas erróneas, y los propugnadores de estas enseñanzas controvertibles no los considera fuera de la comunidad cristiana, a pesar de sus errores». ¿Aprenderemos hoy la misma postura tolerante en nuestra Iglesia?

El padre Congar es muy amplio, considerando teólogos a muchos laicos desde el principio del cristianismo como Justino, Tertuliano, Panteno, Clemente, y Orígenes en muchas de sus obras; y, en el mundo latino, Lactancio o Próspero de Aquitania. Y lo mismo gran parte de su vida muchos santos padres escribieron sus obras siendo laicos, como Cipriano, Basilio y Gregorio de Nacianzo. Y fueron escritores de teología cuando eran laicos, en el siglo XVI, el papa Pío II y los cardenales Contarini, Cervini (futuro Papa) y Reginald Pole. Considera teólogos a dos laicos tan conservadores como el conde de Maistre y el ultra Veuillot. Ésa es la tolerancia intelectual de este dominico progresista, luego cardenal, a los que añade los pensadores de muy diferentes posturas en los congresos del Centre Catholique des Intellectuels Français, donde participó nuestro heterodoxo Aranguren.

Yo, cuando escribía tan abiertamente en los años sesenta y setenta en la revista Triunfo, recibí de Radio Vaticano -eran otros los tiempos de Pablo VI- sus juicios benévolos, como escritor religioso laico, alabando la selección hecha en mi libro Los nuevos católicos. Y nunca me echó de la Acción Católica su consiliario, el conservador obispo Guerra Campos, a pesar de mis polémicos artículos críticos, tanto como los de ahora.

Hoy existen en España, además de las específicamente de mujeres, dos asociaciones de teólogos seglares: la llamada de Juan XXIII y la de Teólogos Laicos, pese a la intolerancia de la Iglesia oficial y de sus teólogos.

Enrique Miret Magdalena es teólogo seglar.

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