_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El ministerio

Juan José Millás

Hice el servicio militar en el Ministerio del Ejército, en Cibeles, al lado de la Caja Postal de Ahorros. Nuestro trabajo consistía en vigilar las instalaciones para que no sufrieran ataques del enemigo exterior, porque del interior, el propio Ejército, no nos defendía nadie. El ministerio era un lugar absurdo donde todo el mundo hacía cosas extravagantes, crueles e inútiles sin que nadie lamentara aquella pérdida de energías. Teníamos un cabo primero (o primera: nunca supe si se decía en masculino o femenino) que al inclinarse sobre ti para darte una orden te dejaba el hombro lleno de granos que huían espontáneamente de su cara. Las paredes de su dormitorio estaban forradas con fotografías de mujeres desnudas que le pasaba el capitán cuando se aburría de ellas. Un día que me ordenó hacerle la cama y yo me quedé paralizado ante aquella manifestación ostentórea de sus gustos venéreos, me gritó:-¿No has visto nunca una mujer desnuda, imbécil?

-Sí, mi cabo, pero en fotografía no -se me ocurrió responder.

El pobre creyó que había dado con un obseso sexual y desde ese momento me trató con una camaradería de la que todavía me arrepiento. Eso no me sirvió, sin embargo, para ahorrarme ninguna guardia. El puesto que más me gustaba era el de la esquina de Cibeles con el paseo de Recoletos y Alcalá. Veías pasar a la gente al otro lado de la verja y cazabas retazos de conversaciones que eran como fragmentos de existencias que yo intentaba colocar en el puzzle de la mía.

Cuando la guardia era por la noche, tu silueta se confundía con la oscuridad reinante en los jardines del ministerio, y entonces, si alguien se detenía cerca de ti, podías escuchar hasta su respiración. Normalmente, eran parejas que se detenían para pelear o para ponerse de acuerdo sin advertir que tenían un testigo mudo a sus espaldas. Los chaperos, que habían aprendido a distinguirnos entre las sombras, venían a pedirnos cigarros y nos daban conversación mientras esperaban al cliente.

Durante el tiempo de la guardia estábamos condenados a ver, como en una postal repetida hasta la náusea, el edificio de Correos y el del Banco de España. Temí acabar odiándolos y odiando el paseo del Prado, por el que tanto me había gustado pasear en mis tiempos de empleado de la Caja. "Cuando termine la mili", me juraba, "tardaré años en volver por aquí para olvidar estos meses humillantes". Desde esa posición también se veía el edificio de la Trasmediterránea, hoy Casa de América, a donde tantas veces, y con tanto gusto, he acudido luego.

Las peores guardias eran las de la parte de atrás del ministerio, donde el enemigo exterior se mostraba tan inactivo como en la de delante, pero en la que las condiciones atmosféricas eran más crueles. Había un puesto que llamábamos el túnel del tiempo porque en invierno te dejaban allí para defender a la patria siendo un chico joven, y cuando volvía el cuerpo de guardia a recogerte habías envejecido 20 años. El puesto más entretenido era el que daba a la calle de Prim, frente a la ONCE. Por las tardes se convertía en un desfile continuo de ciegos que iban a entregar la recaudación, o los cupones sobrantes. Algunos iban en grupos, o en parejas, y hablaban también delante de nosotros como si no les escuchara nadie. Estábamos condenados a ser invisibles para la sociedad civil que vivía al otro lado de la verja: en la parte de delante por una razón y en la de detrás por otra.

Odié también aquellas calles con las que me reconcilié al poco de acabar el servicio militar. Durante una época, incluso, me gustaba comer en Casa Gades y tomar copas en Oliver. Pero evitaba pasar por Prim o sus alrededores. Todavía lo evito: recuerdo bien cómo era ese cuartel por dentro y cómo eran nuestros jefes. Una noche, bajando por Almirante después de haber cenado con algunos amigos, me pareció ver al cabo primero de los granos negociando con un chapero en la esquina del paseo de Recoletos, muy cerca del café Gijón, y comprendí que su dormitorio forrado con modelos del Playboy era un monumento al disimulo, como el Ministerio del Ejército en su totalidad y las jerarquías que se agitaban en sus dependencias.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_