Tras la siembra de los vientos
Llegaron las tempestades. Tras años de globalización y de disciplina de las sociedades en aras de objetivos macroeconómicos, cuyos frutos de prosperidad sólo una minoría del planeta disfruta, los conflictos sociales y políticos vuelven a plantear las eternas preguntas: crecimiento para qué y para quién, qué pasa conmigo, quiénes somos, adónde vamos, de dónde venimos. Y ante la falta de respuesta, cansada de racionalizaciones tecnocráticas, la gente rompe. Y políticos de todo pelaje, desde mesiánicos convencidos a demagogos manipuladores, saltan sobre la ola de descontento que está echando al traste el sueño neoliberal de un mundo unificado en torno a un pensamiento único. Y, lo que es aún más importante, en torno a un orden social único caracterizado, en última instancia, por la maximización individualizada de la ganancia y por la competitividad sin frenos.Lo que está ocurriendo en India (1.000 millones de personas) y en Indonesia (200 millones) es a la vez un síntoma y un detonante. Un síntoma de la revuelta que, en formas inéditas, bulle en las calderas de un mundo que la tecnología unifica en torno a una economía dinámica, pero excluyente, y que la cultura fracciona en torno a identidades primarias que se hacen trincheras de defensa, pero sólo para los creyentes. Los Estados-nación, superados por los flujos globales, humillados por el Fondo Monetario Internacional, en representación del club G-7, y a la vez contestados por revueltas populares que hablan en nombre de valores propios, entran en crisis. En Indonesia, la dimisión de Suharto no es sino el principio de un proceso más radical de puesta en cuestión de una dictadura militar que había ligado su suerte (y su fabuloso enriquecimiento personal) al desarrollismo que transformó el Pacífico asiático en las dos últimas décadas. Se combinan en la revuelta popular el ansia de democracia de las clases medias, la explosión de sectores populares castigados por la crisis económica, el odio étnico a los chinos (considerados en bloque como explotadores usureros) y el auge del islamismo militante que puede convertirse en el factor decisivo de un nuevo régimen político.
En las imágenes de televisión de la ceremonia de transmisión presidencial en Yakarta, el 21 de mayo, para mí la más impactante (aun formando parte del protocolo habitual) fue la firmeza con la que un clérigo musulmán alzaba el Corán sobre la cabeza del nuevo presidente Habibie, mientras éste invocaba su obediencia a los designios del Todopoderoso en la dirección del país. Como si la recomposición del Estado sólo pudiera hacerse en torno a la afirmación de una nueva identidad que permita negociar con el FMI desde la posición de fuerza de la providencia divina. En el fondo, tal ha sido la decisión de los nacionalistas indios, el otro gran síntoma de un drama que no hace sino empezar.
La economía india ha crecido a tasas espectaculares en la última década y se ha integrado plenamente en la economía global, tecnológicamente, comercialmente y financieramente. Pero el crecimiento ha sido extraordinariamente desigual: el boom de Bombay, Ahmedabad y Bangalore contrasta con la crisis persistente de Calcuta y de Madrás. Y, sobre todo, en India rural, que representa la mayoría de la población, la crisis social se ha acentuado: cientos de millones de indios viven en la más absoluta pobreza. Pero no son ellos los que más han votado a los nacionalistas hindúes, cuya principal fuerza está entre las clases medias y medias-altas urbanas. Lo que ocurre es que los sectores populares han abandonado al Partido del Congreso, desprestigiado por corrupción, ineficacia y entreguismo al capital extranjero, provocando un fraccionamiento del sistema político del que, en último término, se ha beneficiado el partido más organizado y con un proyecto político más claro. Pensaban muchos que la necesidad de coaliciones y la situación de minoría parlamentaria impedirían a los nacionalistas tomar medidas radicales. Era ignorar la decisión y visión estratégica del grupo extremista nacionalista RSS, que nuclea, y en realidad controla, el partido de Gobierno Bharatiya Janata. La decisión de hacer explotar bombas nucleares ha descolocado a la oposición, que, ante la prioridad de los intereses nacionales y el apoyo popular, ha debido sumarse a la iniciativa.
El orgullo de la nación india resurge. Pero hay que recordar que sobre una base religiosa excluyente: el hinduismo integrista es la línea de acción del nuevo Gobierno, de un partido que había sido marginado de la vida política india porque uno de sus miembros fue el asesino de Ghandi. Esta vez, es un integrismo con potencia nuclear. Pakistán, en donde el islamismo es cada vez más fuerte, ha respondido realizando seis pruebas nucleares. Y China incrementará su rearme. De repente, el controlado orden mundial que es necesario para la circulación mundial fluida de capital y tecnología ha sido sacudido en una semana. Los mercados de los países emergentes, por ejemplo Rusia, se han hundido, la salida de capitales se ha iniciado. El fin de la pesadilla del holocausto nuclear que parecía alcanzable está ahora más lejano que nunca, incluso si India y Pakistán firman un tratado en los próximos meses: sus arsenales se mantendrán en alerta.
La exclusión de una gran parte de la población del nuevo modelo de desarrollo está generando reacciones en cadena que, en último término, devuelven a los Estados a su instinto básico: amenazar con matar. Y es que, junto al extraordinario desarrollo tecnológico que estamos viviendo, junto a la mejora considerable de la salud y la educación en el mundo, y junto al acceso a la industrialización y el consumo de decenas de millones de personas en Asia y América Latina, hay la otra cara de la tierra, la cara fea de la economía informacional. En las dos últimas décadas una quinta parte de la humanidad ha mejorado sustancialmente su nivel de vida, pero otra quinta parte ha
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empeorado sustancialmente y dos quintos de la gente malviven con menos de dos dólares por día. Según datos de Naciones Unidas, en 1994, 345 multimillonarios en el mundo tenían un patrimonio equivalente a la renta anual de países que, juntos, contenían el 45% de la población mundial.
La pobreza crece más rápidamente en África, pero en números absolutos se concentra en Asia: casi 1.000 millones de personas viven en situación de extrema pobreza en Asia del Sur y del Este. Sobre todo en India, Pakistán, Bangladesh (también musulmán, recuérdese), Indonesia y China, que juntos constituyen en torno a la mitad de la población del planeta. Y es en esa situación, marcada por la contradicción explosiva entre el desarrollo dinámico de una minoría globalizada, la exclusión de una parte considerable de la población y la crisis de un sector público insostenible, donde se movilizan movimientos fundamentalistas religiosos, fuerzas nacionalistas, ejércitos nerviosos, partidos desgastados y corruptos, mafias criminales y especuladores financieros. Ése es el mundo real que se configura en torno a la crisis del desarrollismo asiático. De él surgen las tempestades nacidas de los vientos que sembró una globalización económica incontrolada y una geopolítica miope de las grandes potencias. Y en un mundo interdependiente como el que vivimos, las tempestades de Asia amenazan con quebrar nuestro eurosueño.
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