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La fascinación radical

Los dirigentes del PNV acostumbran a reaccionar con especial irritación a las críticas que se les hace en clave ideológica, es decir, cuestionando pronunciamientos y actitudes en base a su conexión con los aspectos más controvertidos de la doctrina de Sabino Arana. Sin embargo, no es desde lo ideológico, sino del puro ámbito de la política desde donde cabe hacer una crítica más rigurosa a la estrategia del partido de Arzalluz en dos aspectos esenciales y tan estrechamente relacionados como el autogobierno y la violencia de ETA.En todos los aspectos de la vida suele resultar más tranquilizador transferir las consecuencias de las acciones u omisiones propias a circunstancias externas y, a ser posible, ajenas. Algo de esto le está sucediendo al PNV. Para un partido nacionalista, que como tal aspira a englobar la sociedad, no puede ser gratificante comprobar que en las elecciones más propicias (las autonómicas) alcanza sólo un 29,8% de los votos emitidos (un 17,40% del censo). Y tampoco debe satisfacerle de hecho contemplar su desigual y estancada implantación territorial: hegemónica en Vizcaya, no mayoritaria en Guipúzcoa y Álava, testimonial en el País Vasco francés e inexistente en Navarra. La observación de esta situación, después de casi veinte años de gobierno en casi todas las instituciones del País Vasco, tendría que llevar a los peneuvistas a preguntarse por qué no han conseguido atraer a un sector social más amplio, equivalente cuando menos al que reúne CiU en Cataluña. Y esto es así a pesar de haber contado a su favor con el suicidio de la UCD y la enajenación del voto de centro derecha no nacionalista durante más de una década por la presión del terrorismo.

Un análisis de este tipo tendría que llevar al PNV a revisar el discurso habitual de sus líderes, frecuentemente esquinado y excluyente; caracterizado antes por remarcar el círculo de los vascos elegidos, de los auténticos (los nacionalistas), que por ampliarlo atrayendo e integrando a otros ciudadanos no menos vascos y que tampoco están muy alejados de la otra cara, la institucional, que ofrece este partido. Sin embargo, en vez de poner en relación su estancamiento electoral con el tono y la letra del discurso que emite en la cúpula peneuvista, se ha asentado la idea de que la causa de que las virtudes del nacionalismo vasco no sean percibidas por los ciudadanos se debe a la imagen ominosa que sobre él proyecta la violencia de ETA. Y tras lo sucedido en julio pasado en Ermua, por la «criminalización» del nacionalismo.

El corolario de esta tranquilizadora conclusión sería la necesidad de buscar una salida urgente al conflicto planteado por una minoría radical; si es necesario, aceptando como guión para esa «solución negociada» las exigencias rupturistas del mundo de HB-ETA y a costa de desvalorizar su apuesta particular, que es la mayoritaria, por el Estatuto de Gernika. Es discutible que con esa cesión de partida se acelere el abandono de las armas por parte de ETA, pero lo es todavía más que el desenlace de tan arriesgado proceso resulte la absorción por el PNV del nacionalismo extremista surgido alrededor de la organización terrorista. Por el contrario, puede darse por seguro que una radicalización del partido de Arzalluz no contribuirá a atraerle votantes de la zona centrada de la sociedad vasca. Así lo indica la desigual posición electoral que ocupan hoy el PNV y su escisión, Eusko Alkartasuna, cuando en 1986 la naciente formación de Garaikoetxea partía casi en igualdad de condiciones y con una oferta doctrinal más nítidamente nacionalista.

La persistencia de la violencia etarra parece ejercer una irresistible fascinación en la cúpula directiva del PNV. Sin desdeñar la parte que puede haber de cálculo interesado, de ocupación de todos los espacios posibles, lo cierto es que la obcecación de los violentos tiene el extraño efecto de hacer zozobrar, contra toda evidencia, las convicciones del nacionalismo democrático. Como si éste se sintiera acomplejado, en su confortable situación de poder, por la realidad desgarrada que proyecta el extremismo de ETA-HB. Esta atracción no es de ahora. Si se echa la vista atrás, y sin retroceder más allá de la inédita Mesa por la Paz impulsada en 1983 por el entonces lehendakari Garaikoetxea, los acercamientos y los repudios entre el PNV y HB han sido constantes y cíclicos. Con una sustancial diferencia: mientras el mundo de ETA no se ha movido un ápice de sus posiciones de partida, el discurso peneuvista sobre el autogobierno, dentro de su proverbial versatilidad, no ha dejado de hacerlo. Siempre para separarse cada vez más de las coordenadas estatutistas e ir incorporando conceptos -autodeterminación, soberanismo, ámbito vasco de decisión- del nacionalismo extremista y de sectores anejos.

Este escoramiento, que preocupa muy seriamente en un amplio sector del partido, se hace todavía más evidente en el terreno de la llamada pacificación . La postura que en 1994 se circunscribía a Juan María Ollora y Joseba Egibar -la denominada vía Ollora, que plantea el diálogo con HB sin condiciones previas y sin límites, aceptando «su parte de razón»- dejó de ser en enero de 1997 la propuesta particular de varios dirigentes para convertirse en la doctrina oficial del partido. El propio plan Ardanza, si se exceptúa el requisito del cese de la violencia etarra previamente al diálogo con HB, es tributario en buena medida de aquellos planteamientos. El rechazo del PP al documento del lehendakari ha facilitado al PNV la coartada perfecta para desplegar sin complejos sus contactos con la nueva y más política dirección de HB, sacudiéndose el corsé de la declinante Mesa de Ajuria Enea.

El mantenimiento de esa interlocución con el nacionalismo extremista ha sido una constante en el partido de Arzalluz, que, a partir de 1991, una vez conjurado el apuro de la escisión, comenzó a mostrar su incomodidad con el corsé del consenso que le imponía el Pacto de Ajuria Enea. ¿Hubiera firmado el PNV este acuerdo de no haberse encontrado en 1988 debilitado? Es una pregunta que queda en el aire al observar la decidida apuesta de la dirección peneuvista por un diálogo con HB sin reclamar el silencio previo de las pistolas, basándose en indicios que ETA se encarga de emborronar con sus atentados y sobre un guión político que deja su gran obra, el Estatuto, en terreno pantanoso.

Mirando a Irlanda del Norte, e invocando la necesidad de «hacer algo», el PNV dice que está dispuesto a «correr riesgos» por la paz. Lo cierto es que, con un mapa electoral tan parcelado y rígido como el vasco, los riesgos asumidos son muy limitados a corto plazo, aunque en un horizonte más amplio quepa vislumbrar que la deriva política del partido de Arzalluz no va a favorecer sus aspiraciones a consolidarse como referente central, y centrado, de la sociedad vasca. Pero ahora, más que la mayoría minoritaria del PNV, lo que está peligrando son los inestables principios morales establecidos en Euskadi durante estos años para deslegitimar la violencia.

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