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Tribuna
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El hombre delgado

Antonio Muñoz Molina

Dice Cyril Connolly que dentro de todo hombre gordo hay oculto un hombre delgado que grita pidiendo ayuda. Julián Sancristóbal es el hombre delgado que había dentro del hombre gordo que era él mismo hace quince años, en los tiempos en que una suma improbable de azares lo llevó a ejercer el cargo de gobernador civil de Vizcaya. No parece que haya en su presencia ni en su carácter ninguna predisposición a ese oficio: de joven, cuando era un universitario rojo, Julián Sancristóbal no habría podido imaginar que llegaría a ser el jefe máximo de los mismos guardias que entonces lo perseguían, y menos aún que acabaría teniendo como subordinado a uno de aquellos personajes oscuros y con frecuencia invisibles de la universidad franquista, los sociales: cuando Sancristóbal era estudiante y rojo José Amedo ya era policía de paisano en la misma facultad, y se cuenta que lo tenía fichado. También dicen que como infiltrado Amedo no era muy convincente, que se distinguía a la legua su condición de social. Hay gente que es idéntica a sí misma a lo largo de toda su vida, y gente que cambia varias veces de destino, de apariencia, hasta de cara. José Amedo tiene una consistencia física de pedernal: Julián Sancristóbal ha sido un hombre muy gordo y un hombre muy delgado, ha sido militante de extrema izquierda y alcalde socialista, gobernador civil y preso, socialista y multimillonario.En eso se le ve que es un hombre de su tiempo. La transición española fue una edad de grandes movilidades sociales, muy fértil en esos ascensos, fulguraciones y caídas que constituyeron la materia prima de la imaginación en la edad de oro de la novela. Universitario pobre y rojo a los veinte años, gobernador civil y hombre gordo a los treinta, Julián Sancristóbal culmina las paradojas de su vida cuando la policía que lo persiguió de joven y que después estuvo a sus órdenes se presenta un día a detenerlo: el hombre gordo que escondía dentro a un hombre delgado fue también un gobernador civil que incluyó durante un cierto tiempo entre sus actividades no sólo la lucha contra el terrorismo, sino también la invención de las siglas de un grupo terrorista. De Connolly a Chesterton: en El hombre que fue jueves, Chesterton inventó una terrible organización anarquista tan infiltrada por los policías que éstos ocupan la integridad de sus cargos directivos, de modo que el anarquista más feroz es al mismo tiempo el más heroico defensor de la ley.

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Julián Sancristóbal, con su aspecto de hombre honrado, con su biografía de discontinuidades y paradojas, encarna en sí mismo la paradoja negra de aquellos tiempos, de aquella insensata aventura que no sería más que una farsa mediocre si no fuera por todas las tragedias atroces que se entrecruzan en ella. Para combatir los secuestros se organizaban secuestros, se contrataba a terroristas para hacer frente al terrorismo, se luchaba contra unas siglas siniestras inventando otras. Dice Sancristóbal que eligieron el nombre GAL porque les pareció sonoro, y que se descartaron otros nombres posibles. Como en las ficciones de Chesterton, todo tiene un aire entre de rareza y de puro absurdo: en un despacho oficial, autoridades y policías discuten el nombre más adecuado para una organización clandestina, tal vez alguien dibuja el borrador de un emblema. Siendo como eran aquellos los tiempos del diseño, no cabe descartar la posibilidad de que a alguien se le hubiera ocurrido encargarle a un diseñador estrella la imagen corporativa, como dicen ellos, del grupo terrorista, el logotipo, la tipografía más adecuada.

A Julián Sancristóbal se le ve ya como un poco al margen de todo: firme en sus imputaciones, pero también despegado, como si no acabara de reconocerse ya en el hombre gordo que era hace quince años, hombre delgado ahora, tranquilo, deseoso de que todo termine, de que le llegue el tiempo de disfrutar en calma de la fortuna que logró en el penúltimo episodio de su biografía cambiante, en su destino, también improbable, de presidente de la multinacional Marconi. Tiene un aspecto apacible, incluso frágil, ese punto de lasitud en los rasgos que se le queda a un hombre que ha estado muy gordo.

Cerca de él, abriéndole paso, siguiéndole, como un ángel de la guarda con gafas oscuras, como una sombra asidua, hay siempre uno de esos guardaespaldas que llevan un transmisor en el oído y hablan de vez en cuando a solas, inclinando la cara hacia la solapa, mirando alrededor con un ademán de vigilancia y amenaza.

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