Bufo y sus límites
En una reciente entrevista (El Mundo, 10-5-98), Iñaki Esnaola, expulsado en 1991 de la dirección de HB por disentir sobre la continuidad del terrorismo, explicaba el sentido de los últimos asesinatos de ETA con la fría precisión de un auténtico experto en el tema: "Creo", decía, "que ETA está a favor de que conversen los partidos nacionalistas, pero no creo que vaya a cesar su actividad armada mientras no vea que esas conversaciones vayan a tener resultados. Los dos últimos atentados le van a servir para medir cómo responden sus interlocutores". Y más adelante añadía: "Todo el mundo piensa: ahora que HB ha conseguido hablar con PNV y EA, ETA dejará de matar para que fructifiquen las conversaciones entre nacionalistas. Pues no". Hay que corregir la última afirmación de Esnaola, pues no es cierto que todos pensemos que ETA va a pacificarse para favorecer al nacionalismo moderado. Esta ingenua ocurrencia es exclusiva de los partidarios del diálogo sin límites con ETA, esto es, de los nacionalistas y de los firmantes de los dos manifiestos elaborados en Euskadi y Madrid, titulados, respectivamente, Manifiesto por la paz mediante el diálogo y la democracia y Por una salida dialogada al conflicto vasco, asumidos por gentes de un abigarrado abanico ideológico que va desde la derecha monárquica hasta la extrema izquierda. Proponen superar el conflicto vasco mediante recetas variopintas que tienen en común eludir el enfrentamiento con los terroristas e incluso deplorarlo: desde la urdida por el arbitrista monárquico, a base de Pacto con la Corona con derechos históricos a lo Antiguo Régimen, hasta el diálogo ilimitado de los viejos leninistas en paro histórico, ilusionados con recuperar el papel de vanguardia de la Historia favoreciendo cualquier cosa que debilite una democracia que, ya se sabe, no es para ellos auténtica (o sea, controlada por el Partido), sino aparente, formal y burguesa. Es significativo que el nacionalismo moderado, quintaesencia de la idea decimonónica de burguesía nacional, haya delegado en esa extraña coalición ideológica la gestión y propaganda del diálogo sin límites. Puede ser una consecuencia del agotamiento histórico de sus respectivas ideologías -los movimientos caducos y obsoletos se protegen entre sí- o de un oportunismo político tan insensato como peligroso. Pero éste, aunque interesante, es otro tema. Los partidarios de la negociación política con ETA se lamentan de estar proscritos de la prensa debido a que representan el pensamiento fuerte y crítico, políticamente incorrecto, pero lo cierto es que su presencia comunicacional y su influencia política es sencillamente apabullante. Han conseguido, por ejemplo, que en el último debate sobre el estado de la Nación, el PP, olvidando felizmente el despropósito de la promesa de "cárcel para todos" que hizo Aznar en Vitoria, haya empeorado aquel desliz transigiendo con la declaración antiterrorista más pusilánime para no disgustar al PNV, aislando de paso a los socialistas y, también, desautorizando la muy sensata idea de Mayor Oreja de que la política ordinaria debe separarse por completo de la lucha antiterrorista. Es obvio que las concesiones políticas debilitan a la democracia reforzando al terrorismo, y por eso las propuestas de negociación sin condiciones y diálogos sin límites, además de ser lingüísticamente absurdas (similares a "beber sin líquidos" o "comprar sin dar nada a cambio"), son políticamente nefastas. De hecho, ningún partidario de la democracia puede sostenerlas en serio -no es el caso, claro, de los partidarios de la "democracia popular"-, como pudimos comprobar en la reciente reunión en Bilbao de los tres Foros sobre democracia y terrorismo, donde quedaron claras dos cosas: que la negociación política con ETA es incompatible con los principios democráticos elementales, y que nadie es capaz de explicar qué reforma constitucional concreta serviría para que ETA abandonara las armas. Por lo tanto, las reformas políticas, sea la autodeterminación o la reinstauración foral, deben defenderse por sus propios méritos, sin supeditarse, en ningún caso, a las pretensiones totalitarias de ETA, con la que no cabe negociación política alguna. Como es sabido, esta es la tesis fundamental del Foro Ermua, aunque alguna prensa haya incurrido estos días en la tentación de presentar como conclusiones aceptadas por todos los foros allí reunidos propuestas y enunciados muy diferentes que nadie suscribió. Lo cierto es que nos enfrentamos a una verdadera degeneración semántica del lenguaje político, que impide en muchos casos saber de qué hablamos y en qué estamos o no de acuerdo. Es el caso de la expresión "diálogo sin límites". ¿Es que de hecho no existe ya ese diálogo ilimitado con HB? Los partidos y sindicatos nacionalistas moderados y no violentos, ¿no llevan lustros intentando moderar a sus correligionarios totalitarios y violentos sin resultado alguno?; ¿acaso no tienen HB y el resto del MLNV representantes legales en prácticamente todas las instituciones existentes? Y si los tienen, ¿por qué prefieren amenazar e intimidar en vez de dialogar en esas instituciones? Poner como requisito de la paz algo que ya existe -el diálogo- es, en el mejor de los casos, una irresponsabilidad y una prueba de pobreza ideológica e incapacidad política. Es algo obvio. Que sorprenda leerlo u oírlo es una prueba de los daños producidos por la manipulación a gran escala del léxico más elemental. Y sin un lenguaje común, de significado compartido, no puede haber diálogo democrático, que es el único aceptable en común. Pues bien, las teorías del diálogo sin límites con ETA, sustanciadas en los dos manifiestos citados y en el plan Ardanza, por citar sólo tres ejemplos eminentes entre otros muchos, comparten en mayor o menor medida este abuso del lenguaje. Como muestra, léase el artículo de Manuel Vázquez Montalbán publicado en este mismo periódico, Gran liquidación, fin de temporada (12-5-98), donde no se sabe qué admirar más, si la autocomplacencia del autor con su personal e impecable encarnación de la "ética de la resistencia", o el recurso de engrosar ideas insustanciales con el tocino de adjetivos orondos y chillones como, por ejemplo, "subintelectuales macarthystas parasitarios" o "exhibicionismos objetivamente reaccionarios": denuestos que envidiaría un Vichinsky y que el artículo atribuye, entre otros, a todas las personas opuestas al diálogo sin límites con los terroristas. ¿Es diálogo un intercambio verbal sin más fin que la cháchara? Si se admite que una parte refuerce sus exigencias con asesinatos y chantajes, ¿no se le está invitando al asesinato y al secuestro? Pues esto último es lo que ha sucedido, como bien explica Esnaola, con el macabro test de ETA: los asesinatos de Pamplona y Vitoria. En fin, que el diálogo incondicional, ese bálsamo de Fierabrás, no sólo es incapaz de erradicar los asesinatos, sino que puede llegar a requerirlos para demostrar que, efectivamente, es auténticamente incondicionado. Alguien debe explicar por qué esa ética de la resistencia sobre la que peroran Vázquez Montalbán y tantos otros, que aconsejan para enfrentar peligros tan vagos e imprevisibles como la globalización cultural, es, en cambio, desaconsejable contra las muy concretas y totalitarias amenazas terroristas. Es cierto que el diálogo sin límites ha sido probado con éxito en algunos ámbitos de la vida social, pero se trata de ámbitos bastante ajenos a los políticos. Por ejemplo, ha sido experimentado con brillantes resultados en el teatro vanguardista. Es natural que a muchos vanguardistas huérfanos de vanguardia salvadora, sea estética o política, nostálgicos de los conmovedores espectáculos de las grandes revoluciones de antaño y predispuestos a aplaudir todo ataque contra los formalismos democráticos vulgares, vean con simpatía la posibilidad de que los vascos representemos un emocionante diálogo bufo. Podrían ir ensayando el monólogo de Clov que abre Final de Partida, título de Samuel Beckett muy apropiado para el caso. Comienza así: "Acabó, se acabó, acabará, quizás acabe". Pero deberían comprender que hay miles de ciudadanos -incluyendo muchos nacionalistas que deberían exigir más sensatez y rigor a sus direcciones políticas, asesoradas por extraños compañeros de viaje- que no encuentran progresista ni emocionante contribuir a ese teatro bufo ni con su propia seguridad ni con el bien común.
Carlos Martínez Gorriarán es catedrático de Filosofía de la UPV.
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