¿Lázaro o Frankenstein?
El derribo del mercado de la Encarnación, en 1973, fue uno de los símbolos de la destrucción de Sevilla. Las ciudades cultas conservan sus mercados históricos como su pulso cotidiano. Las ciudades que además de cultas son bellas y antiguas, conservan incluso la tipología del mercado provisional instalado en plena calle. Pocas visiones más hermosas de Roma que el ver desplegados sus mercados callejeros -los puestecillos cubiertos por las grandes sombrillas de lona y madera- en Piazza Coppelle, en pleno centro histórico, a dos pasos de Piazza Navona, en el corazón del Trastevere o en Campo dei Fiori, rodeando la estatua de Giordano Bruno. Sevilla, en cambio, ha demostrado que belleza y antigüedad no son nada sin cultura. Un estúpido y suicida orgullo latino nos hace creer que por el mero hecho de nacer en el solar de una cultura antigua, ésta se absorbe por impregnación ambiental. Lo hemos pagado caro, no sólo nosotros: el mejor cine europeo, por ejemplo, el que verdaderamente es heredero de Godard, de Truffaut, de Antonioni o de Fellini, se está rodando desde hace años en Norteamerica, y lo firman Allen, Scorsese, Coppola, Schrader o Coen. Si no es motor cultural, el pasado es un lastre. El paso de los siglos o las glorias pasadas no son garantía de futuro. Por eso hay ciudades que viajan por el tiempo como maletas, no sólo sin ganar nada, sino hasta perdiendo su perfil. Es el caso de Sevilla. Recuerdo muy bien el derribo del mercado de la Encarnación. Lo quería, nací junto a él. Mi infancia huele a especies; recuerdo los churros de Montaño, el pan de Lobo, los tebeos de Pablo, las chucherías del quiosco acurrucado en el ángulo de la cuchillería, los carros de mulas, los camiones grises del matadero abiertos a cuadros de Rembrandt, el olor a ropa nueva de Los Lobitos, los puestos de sandías en verano y los de pavos en Navidades; he visto salir a los armaos después de atravesar el viejo mercado; mi biorritmo está marcado, para siempre, por el contraste entre el bullicio de las mañanas y las tardes quietas en las que las horas se multiplicaban como un eco. Nadie pensó en la restauración y reutilizacion del viejo mercado. Sevilla se estaba desangrando, casa a casa. La segunda vergüenza, tras el derribo, fue mantener las instalaciones "provisionales" durante 25 años, destinando el solar a tómbolas, circos y aparcamiento. El que ahora se acuerde edificar el nuevo mercado soluciona la vergüenza del solar, pero no la del derribo ni la del tiempo transcurrido. Y hace nacer la preocupación por el nuevo edificio y por la reordenación de la zona, que se ejecutará (probablemente en los dos sentidos de la palabra) en esta etapa de sequía de ideas, simbolizada en los cuerpecillos muertos de los naranjitos secos de García de Vinuesa. En este horizonte de losas grises, naranjos muertos y escenografía neosevillana, con un gobierno municipal que cree contribuir a la revitalización del centro poniendo un toldito en el Ayuntamiento, no puede dejar de causar zozobra la resurrección de la Encarnación. Nos tememos que de ella no surja un Lázaro, sino un Frankenstein.
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