La selva
Quería ir a una playa desierta. Se dirigió a una agencia de viajes. Allí le rogaron que se pusiera a la cola en un determinado mostrador. La cola de cuantos deseaban ir a una playa desierta era inmensa y cuando le llegó el turno ya no quedaban plazas. También estaban ya ocupadas todas las islas deshabitadas. Cambió de idea. Preguntó por un país exótico donde pudiera correr alguna aventura excitante. No había problema, aunque tenía que presentar el certificado de tres vacunas. Por su parte la agencia pondría a su disposición un guía diplomado para que la aventura se desarrollara sin riesgo alguno, puesto que así lo exigían las normas internacionales. Comenzó a desesperarse. Quería viajar a un lugar donde hubiera tribus salvajes, mosquitos asesinos, serpientes venenosas y policías peligrosos. En el fondo quería que lo mataran. En la agencia le dijeron que ese destino no existía. Hoy todas las excursiones al fin del mundo están organizadas y las cubre el seguro. Los cazadores y las fieras se han puesto de acuerdo para encontrarse en un punto concreto de la selva. En vista de que todo el planeta se hallaba ya explorado desistió de su empeño. Sacó un billete al azar para el primer avión y al llegar al aeropuerto en un panel electrónico pudo leer: «En este lugar sólo el pasajero es un bulto más sospechoso que su propia maleta». No obstante, embarcó el equipaje hacia un punto desconocido, pero en ese instante un altavoz anunció que todos los vuelos habían sido suspendidos. Se consideró atrapado. Pensó que aquella condena se debía a una culpa compartida con una multitud de viajeros que llevaba tirada en el suelo varios días en medio de una gran basura. Todo el aeropuerto hedía a humanidad estancada. De pronto supo que allí estaba la selva que buscaba. Las fieras habían sido sustituidas por las bacterias y las tribus salvajes por los guardias. De aquel caos sólo se podía escapar por el aire. El aeropuerto era el único lugar del mundo donde él aún podía ser un explorador y allí se sintió a sus anchas.
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