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Cábalas electoralesXAVIER BRU DE SALA

Aunque ya antes Shakespeare demostró saberlo, Proust fue el primero en observar que los celos son una fiebre imaginaria basada en la magnificación de leves síntomas, en suposiciones de exigua base, no en certezas. Una mirada cazada al vuelo, una sombra que huye por la ventana, la leve marca de un roce en la piel, una agenda con una anotación que parece misteriosa... Las evidencias, en cambio, ponen fin al juego sutil y doloroso de las sospechas encadenadas y las lucubraciones en espiral que llamamos celos. Ya sea porque los truecan en rabia, a veces asesina, o en decepción y desamor. Tampoco hay celos si la ausencia de indicios, físicos o verbales, es total. La certera teoría de Proust, sobre la que me hubiera extendido hasta el fin de la página si no temiera aburrir, es aplicable sin grandes cambios a las cábalas sobre las próximas elecciones y otras circunstancias inciertas de la vida política que no serían tan intrascendentes como parece ya que, tras ellas, está el deseo de conocer mejor tanto los complejos mecanismos que llevan a tomar decisiones como a quienes están en situación de tomarlas. Los columnistas afilamos el lápiz en cuanto hay indicios, como en los celos. En cambio, en cuanto, una de dos, o hay fecha concreta o nadie con poder dice nada que pueda ser objeto de especulación interpretativa, entramos en fase de aburrimiento y vamos a otra cosa. En estos momentos no hay indicios, claro, ni evidencias, pero los hubo. Y nadie ha dicho que, una vez desatados, los celos no puedan perdurar obsesivamente en el tiempo. ¿Por qué Pujol cortó, primero a Trias y luego a Artur Mas, el camino que podía llevarles a la alcaldía de Barcelona? ¿Cómo, si le tiene más ojeriza a Molins que al mismísimo Roca, le puso en la excelente situación de la que disfruta? Molins, el hombre que aguantó contra viento y marea la doble ola bipartidista de las elecciones de 1996 para ser ninguneado luego, y hasta el día de hoy, en las relaciones CiU-PP. ¿Molins? Ahí hay gato encerrado. A lo mejor, la explicación es de lo más elemental: si por este camino Roca se fue al precipicio, pues que el roquista Molins siga sus pasos, así nos habremos quitado de encima al último hombre de la generación intermedia y quedará, por fin ya solo, el amo y sus masovers, libres de una vez por todas de los engorrosos prohoms (Roca, Trias Fargas, Alavedra y Cullell, que se creían casi tan importantes como el de arriba). Bueno, no me dirán que no es una explicación. Aunque, lo reconozco, es demasiado simple. ¿Y si saliera mal, es decir, si a Molins le fuera mejor que a Roca? Si tenemos en cuenta, amén de otros detalles tanto o más significativos, que Pilar Rahola salió por los pelos en las municipales de 1995 y que, sin esos pelos, Maragall y sus dos aliados se hubieran quedado sin mayoría absoluta, comprenderemos lo bien que, en principio, lo tiene Molins. Tal vez no para ganar a Clos -se equivocaría si lo pretendiera-, pero sí para conseguir un buen resultado que, junto al previsible empeoramiento del conjunto de la izquierda, le permitiera formar mayoría con el PP. Después de esa apreciación, tan elemental como la anterior, repito ahora, con otras palabras, mi pregunta. ¿Por qué le ha dado esa excelente oportunidad al poco querido Molins? La respuesta va, cómo no, en segunda derivada. Porque no se la piensa dar. Especulativo, ya avisé, pero así de claro. Porque no se la piensa dar. A partir de este indicio -o presunción, si lo prefieren-, se encienden de modo automático una serie de focos que iluminan escenarios antes oscuros, escenarios imaginarios, claro, pero no faltos de cierto atractivo. Primero, en el supuesto nada improbable de que, tras las municipales del próximo año, Molins pueda formar mayoría absoluta con un PP ya amansado y ávido de poder en Cataluña, Pujol le sacrifica y ofrece en bandeja la alcaldía, mediante el correspondiente pacto, a Clos (que habría llegado primero, pero sin adláteres suficientes como para seguir con el olivo municipal). Los socialistas mantendrían así su joya de la corona, Molins tendría que chupar rueda como teniente de alcalde, lo que no haría más que reforzar a Clos como líder de la ciudad y debilitarle ante Pujol. A él y a todo el socialismo español, y no digamos ya el catalán. ¿Con qué convicción, con qué ganas, si apenas las tienen ahora, se enfrentarían entonces a Pujol, sabiendo que su posición en Barcelona depende de él? Tanto es así que el primer escenario imaginativo lleva, por lo menos, a un segundo (los demás quedan a cargo del lector que comparta mi afición a las cábalas). El retroceso de las autonómicas hasta noviembre del año próximo, cuando tocan. Pujol dijo que las adelantaría, y era creíble, pero ahora ya no me fío tanto. Sobre todo si los futuros sondeos no dan seguridad de que CiU vaya a salir ganando con el adelanto a la primavera. Entonces el temido efecto sándwich, autonómicas entre municipales y generales, de las que podrían convertirse en primarias con el considerable perjuicio para CiU, quedaría minimizado por la deuda que los socialistas tendrían contraída con Pujol. Éste podría presentarse, sin faltar a la verdad, como el hombre que lleva las riendas en Madrid y en Barcelona (a través de Molins, reconvertido de prohom en masover), como el amigo del PP y salvador de los socialistas, como centro de todos los centros (y los cetros). Llevaría las riendas pero sin apretar... por lo menos mientras nadie pretendiera descabalgarle de la Generalitat.

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