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Amores que matan

"La quería, la quiero y, mientras no se demuestre lo contrario, la seguiré queriendo". Nadie lo diría: José María Montoya fue juzgado ayer en la Audiencia de Valencia por intentar matar al objeto de su pasión, la que ha sido (y aún es) su esposa durante 22 años, la mujer con la que ha tenido dos hijos y la persona por la que preguntó a alguno de sus vecinos después de asestarle varias puñaladas y enterrarla, en un campo próximo a un centro comercial de Paterna, cuando la creía fallecida. Las eternas promesas de amor de Montoya cayeron en saco roto el 4 de noviembre de 1996. Ese día, el procesado estaba de buen humor y propuso a su mujer, como había hecho reiteradamente en las últimas semanas, que le acompañara a un hipermercado. Después de comprar, le animó a recoger naranjas de un campo próximo. Y allí comenzó una truculenta escena, propia de las películas de terror de serie B pero nada divertida: Montoya restregó una naranja por el rostro de su esposa, para a continuación asestarle varias puñaladas con una pequeña navaja y disparar dos veces al aire con una pistola de fogueo. El agresor, cuando creyó que su mujer estaba muerta, la enterró en una fosa que previamente había cavado y la sepultó. Esa es la versión del fiscal, y ese es el relato de los hechos que de manera tan diáfana como emocionada ofreció la víctima de los hechos, salvada por su temple y sangre fría. Teresa fingió estar muerta, soportó con nervios de acero su enterramiento en vida y no reaccionó cuando su marido vertió un líquido -que creyó que podía ser gasolina, aunque finalmente fue agua- sobre el agujero húmedo en el que estaba oculta. Al escuchar que el automóvil de su conyúge se alejaba, abandonó su improvisada tumba y se acercó hasta una carretera en la que pidió ayuda a un hombre, el conductor de una grúa que, estupefacto, avisó a través de su telefóno móvil a la Guardia Civil de lo sucedido. Teresa se recuperó de sus múltiples heridas tras estar hospitalizada cerca de un mes. José María Montoya, esa misma noche, poco después de lo ocurrido, se reunió con un grupo de amigos para disfrutar de una agradable velada. Ninguno de sus compañeros notó nada raro. De prosperar la petición de la fiscalía, el procesado podría ser condenado a 13 años de prisión por la comisión de un delito de asesinato en grado de tentativa. La petición de la defensa, que reconoce con varios matices lo sucedido, es, obviamente, más benévola: año y medio de condena por un delito de lesiones o seis años en caso de que la agresión fuera considerada un homicidio. La palabra asesinato no entra en el vocabulario del letrado de Montoya, quién, paradójicamente, es definido por todos sus conocidos como una persona normal. ¿Qué condujo, pues, a un hombre sin problemas psicológicos, con un trabajo fijo -conductor de autobús-y una familia estable a comportarse con esa violencia y frialdad? A ciencia cierta, nadie lo sabe. Probablemente, ni el procesado, que carece de antecedentes penales y reiteró que tuvo una discusión con su mujer, pero que no recordaba nada más de lo sucedido. Los informes de los expertos tampoco aportan luz. Eso sí, los informes periciales de los expertos no constataron ningún trastorno mental ni pérdida de capacidad en el acusado, que el día de autos estaba tan cuerdo como durante el resto de su vida y según su hija, que así lo dijo en el juicio, bastante contento. Probablemente, el detonante de la agresión fue el mal momento que atravesaba la pareja, cuya relación, en los últimos meses, se deterioraba por momentos: dormían en camas separadas y discutían frecuentemente, mucho más, siempre según el acusado, desde que su mujer le confesó que amaba a otro hombre. El amor, a veces, puede ser peligroso, incluso mortal.

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