Transportes públicos racionalesROSA REGÀS
El Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, según he sabido en Moscú, está preparando una exposición sobre el metro de esta ciudad monumental que, fruto de las megalomanías de los zares, la iglesia y los soviéticos, se alza en el corazón de la estepa rusa abriéndose paso sus construcciones mastodónticas en los espesos e inacabables bosques de abedules. Una idea magnífica la de esta exposición porque el metro de Moscú, aunque todo el mundo sabe de su magnificencia y esplendor, sorprende siempre por su planificación, su organización impecable, su rapidez y eficacia, sus hermosos materiales, y por la espectacular sencillez y belleza de su diseño. Aunque el primer proyecto es de 1902, no se comenzó a construir como el Palacio del Pueblo hasta 1932, a una gran profundidad y siguiendo la estructura radial y concéntrica del urbanismo de la ciudad como la siguen también las nuevas líneas y estaciones con que la red ha ido ampliándose cada año desde entonces. La decoración de las estaciones, de temática distinta en cada una de ellas, permite seguir la estética oficial de los distintos periodos, inspiradas unas en un clasicismo de vanguardia propio de los años veinte, el art déco, el barroco del siglo XVII, las termas romanas con sus esculturas y sus materiales nobles, y el afianzamiento del racionalismo. El recorrido cubre más de 300 kilómetros, la velocidad máxima es de 90 kilómetros por hora y los trenes pasan cada minuto y 30 segundos como máximo. Cualquier persona puede moverse con comodidad entre los seis millones de ciudadanos (datos de 1990) que traslada cada día, porque está tan bien indicado que es fácil orientarse incluso teniendo que leer los nombres de las estaciones y los recorridos en esta lengua eslava donde las N son I, las H son N, las P son R y las Y son U. Las nueve estaciones de ferrocarril de Moscú, como ocurre con las de todas las ciudades civilizadas del orbe, coinciden con algún punto de la red central en una estación de metro, de tal forma que el viajero no tiene más que descender del tren y montarse en otro que le llevará a su casa o donde decida ir. Esto viene a cuento porque una vez más he recordado la absurda polémica suscitada en torno al tren de alta velocidad que, según se dice, se construirá entre París y Madrid pasando por Barcelona. Y por la más absurda solución aún de que pase por el Vallès con dos cul de sac, uno a la Sagrera y el otro al aeropuerto. Esta es una buena solución si se quiere marginar Barcelona del recorrido internacional, lo cual parece responder a una intención muy determinada y bastante evidente por parte de quienes la defienden. La otra solución que al parecer se está imponiendo es la de que el tren se detenga en la Sagrera, donde tendrá que edificarse una nueva estación que quedará poco más o menos a 300 o 400 metros de la línea de metro. Dicen los expertos que ésta es la distancia normal que debe existir entre una estación de metro y una de ferrocarril. Pero entonces me pregunto ¿por qué no aceptar la solución más racional, que es aprovechar la estación de Francia, que ya existe, para los trenes que llegan de París -con el metro a 200 metros- y que el tren siga después su recorrido hacia el aeropuerto y Madrid? Sería lo lógico. "Da igual", decía un defensor de la estación final en la Sagrera. "Yo dejo el coche en el aparcamiento y me voy a casa". Lo cual, también una vez más, demuestra hasta qué punto la política de obras públicas que estamos desarrollando tiene poco que ver con la promoción y fomento de los servicios públicos, la única a mi modo de ver que podrá salvarnos algún día de los problemas cada día más feroces del tráfico y de los embotellamientos. Quien no tenga coche o no quiera utilizarlo no cabe en estos planes de desarrollo de transportes basados sobre todo en los de carretera, y que por lo mismo mantienen una red de ferrocarriles de larga distancia como la actual, más propia de Ghana que de un país que presume de desarrollado, donde los trenes de noche entre Madrid y la frontera pasando por Barcelona, por poner un solo ejemplo, tardan 12 horas en cubrir un recorrido de 750 kilómetros, y donde no hay más coche restaurante que una cochambrosa cafetería con unas docenas de bollos envueltos en papel de celofán, cafés aguados y leche en polvo, todo el desayuno al que tiene derecho, y no gratuitamente, el viajero que ha pagado por su cama entre 15.000 y 30.000 pesetas. Es difícil entender cómo teniendo la posibilidad de ir conectando los distintos transportes ciudadanos, comarcales, provinciales, nacionales y extranjeros de forma fácil para el viajero, y aprovechando las estructuras existentes, no se crea una verdadera red de utilidad pública aunque no sea por planificación inicial sino por añadidura, y en cambio se defienda alejar de la ciudad el recorrido de un tren internacional o crear un nuevo centro que no hará sino aumentar el desconcierto del transporte ya de por sí suficientemente deslavazado. La estación del Vallès por un lado, el aeropuerto por otro, la Sagrera por otro, Sants por otro, los ferrocarriles por otro. Ante la racionalidad de las grandes ciudades europeas, Moscú incluida, creo que nuestras autoridades deberían considerar una nueva opción de comportamiento: si no somos capaces de inventar y planificar de acuerdo con nuestras necesidades, tengamos al menos la astucia de copiar a quienes nos precedieron y probaron sus métodos en todas las circunstancias. Porque el metro de Moscú y sus ferrocarriles siguen funcionando tan bien como en la era soviética, ahora que esta ciudad tiene ya más de un millón y medio de coches en la calle.
Rosa Regàs es escritora.
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