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Calvinismo (de Calvin Klein)

JAVIER EDER Dice la encuesta de última hora que tan sólo uno de cada seis vascos aceptaría el sacrificio de reducir su jornada laboral a 35 horas desesperadas, si como resultado de su renuncia la maldición bíblica del trabajo toca a más y resulta mejor repartida. Es claro que lo que nació como maldición en el principio de los tiempos (sudarás por tu pan), se vive como auténtica bendición en las postrimerías del segundo milenio de la Era Cristiana. Auténtica bendición o, aún más, estado de gracia que permite no sólo saldar cuentas con el panadero, sino liquidar hipotecas, cancelar préstamos, cubrir letras y atender esa amplia gama de necesidades perentorias sin las que, como bien han notado los científicos sociales, la vida moderna no puede florecer en condiciones de dignidad. Como bien han observado sociólogos, sicólogos, psiquiatras y asistentes sociales, el respeto o autoestima del hombre de hoy empieza a marcar una acentuada tendencia a la baja conforme no va pudiendo sufragar necesidades tan esenciales de la vida en sociedad como la segunda residencia, el segundo vehículo o la segunda visita al puente sobre el río Kwai, reconstruido por Calatrava después de que lo volaran en la película. En las postrimerías del segundo milenio de la Era Cristiana, si todavía no se puede hablar del advenimiento de la ola de trascendencia religiosa que anunció Malraux para el principio del tercer milenio, a la vista está que asistimos al triunfo universal del calvinismo, filosofía de vida que promete el acceso al estado de gracia espiritual por medio de maldiciones tan bíblicas como el trabajo y el dinero. El calvinismo, que en la época moderna (o mejor posmoderna) alcanzó uno de sus momentos de mayor empuje con la Era Reagan, ha impregnado, y de qué manera, los modos y las inquietudes sociales de los dos últimos decenios del siglo. Aparte de a Reagan, Thatcher y demás propulsores del economicismo, tengo a Calvin Klein por uno de los definitivos puntales del calvinismo triunfante. Calvin Klein, que en la moda abrió la Era de la Anorexia, lanzó hace veinte años la imagen del joven en estado de gracia social, quien, una vez instalada en las altas esferas de la repetabilidad social, debía seguir en el esfuerzo de permanecer allí como un eterno Dorian Gray, imagen que todavía sigue dando el propio Calvin Klein. Aún a su pesar, cualquier joven de hoy, para acceder al estado de gracia o integración social que supone el trabajo, debe seguir el modelo calvinista que hizo furor en EE UU. en el decenio de los 80 y que finalmente triunfa en el orbe desarrollado. En la actualidad, es poco concebible que se pueda acceder al estado de gracia de un trabajo estable si previamente no se ha pasado por la larga carrera de titulaciones, especializaciones y estudios complementarios que habilitan a las personas para ser reconocidas en la sociedad del empleo. El valor triunfante y forzosamente imperante en dicha carrera es netamente calvinista: tan neto como la competitividad, como la dura pugna por algo más que el pan, que en la doctrina del Pensamiento Único ocupa un lugar de primer orden. Y la competitividad, una vez accedidos al estado de gracia, sigue siendo el valor predominante para mantenerse en el puesto conquistado como alguien capaz de no envejecer, de no ser desplazado por las oleadas de nuevos bienaventurados que vienen empujando por detrás. Nada de raro tiene que tan sólo una de cada seis personas de nuestro ámbito social estén dispuestas, de mala gana, a ceder horas de trabajo para que el círculo de bienaventurados se amplíe. El acceso al trabajo es de por sí, al día de hoy, una bendición escasa, y lo previsible es que al día de mañana, si no más escasa, siga siendo igual de disputado. Una vez accedido al trabajo, la permanencia en el mismo es incierta, y para colmo de males esa incertidumbre viene cuando se ha de atender toda una serie de necesidades que se imponen socialmente como vitales. La principal perversión del calvinismo que nos habita seguramente ha sido esa: la de no dejar resquicio a otra vitalidad que la que denota el éxito social.

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