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Un cuento casi nostálgicoANTONI PUIGVERD

Estuve el otro día en Ripoll. Viví nueve meses allí, hace unos 20 años, como novato docente de instituto, y fui convocado a una de estas redondas fiestas de aniversario que acostumbramos celebrar, no sabemos si para compensar la acidez corrosiva del paso del tiempo con un dulce baño de melancolía o para encarar el futuro con el paraguas de la tradición, que de algunas inclemencias exteriores resguarda. Celebrábamos el 25º aniversario del Instituto de Bachillerato (ahora llamado IES) Abat Oliba. El claustro actual de profesores, sacando fuerzas de la flaqueza general que se vive en los centros públicos de secundaria, ha organizado a lo largo de un mes diversas actividades culturales que desembocaron en una típica y masiva comida de hermandad. Asistí a la comida casi con el mismo espíritu de la protagonista de aquella dulce película, Peggy Sue se casó, esperando recuperar momentos de mi vida abandonados junto a momentos de otras vidas que -como diría Ignacio Vidal-Folch- no he vuelto a ver. Siempre que reencontramos un pasado lejano, que ha perdido ya toda su memoria ácida, creemos posible recuperar la alegre transparencia del cristal con que vimos el mundo en otros tiempos. Y siempre, generalmente, encontramos el cristal sucio o roto en mil fragmentos, irrecuperable. En fin, que me encontré bastante solo: fallaron algunas de las personas que más deseaba encontrar -mujeres, naturalmente-. De manera que estuve dando miradas casi de ciego, buscando rastros de mi pasado entre las aulas vacías y entre los antiguos alumnos de mayor edad. No todos me recordaban como un mal profesor de literatura -que es lo que fui- y me senté entre ellos. Me recordaban, además, como un tipo muy politizado. Lo era como muchos universitarios de mi generación. Aquel año en el que me estrené como profesor, llegó Tarradellas y, aunque muchos de mis amigos del PSC estaban encantados con él, a mí me daba la sensación de que se cerraba un círculo. La política entendida como pasión más o menos ingenua y voluntarista, que es así como yo, junto a tantos otros, la había entendido, dejaba paso a la política como profesión y como empresa corporativa. Este cambio lo simbolizaba perfectamente el anciano presidente, con su extremada afición a la liturgia y con su curiosa concepción comercial (rebajas ideológicas a cambio de un histórico pedigrí). Busqué trabajo en Ripoll intentando desintoxicarme de la política, en la que había militado obsesivamente, y era aquél el sitio ideal: allí los partidos eran grupusculares y la gente, en general, parecía bastante indiferente a cualquier ideario. No es fácil desengancharse de una droga y debí de soltar aquel año profusas palizas ideológicas, por los pasillos, a los pocos alumnos interesados en esta materia extraescolar. Quizá movidos por el recuerdo de aquellas bienintencionadas palizas, los ex alumnos que me acogieron sacaron a colación anécdotas de la política tal como ellos la ven ahora. Una treintañera que trabaja en un departamento de la Generalitat me contó que sólo pueden hacer carrera administrativa los que "llevan el carnet en la boca": al parecer, a los cursillos de formación o de especialización que organiza periódicamente la Administración catalana sólo son invitados los funcionarios serviles. "Antes", seguía explicando mi ex alumna, "uno podía pagarse el cursillo y se le daba, al menos, permiso para poder formarse, pero ahora incluso esta vía ha sido obturada". Alguien constató que el hecho no era nuevo. "No lo es", dijo ella; "lo nuevo es el tono: te chulean, si te atreves a elevar una queja. Ya no necesitan", concluyó, "recurrir a la hipocresía". Otra mujer contó que había conseguido, sin carnet, llegar a un puesto administrativo de cierta importancia en otro departamento: "Diariamente pasan por delante de mis ojos", dijo, "unos tejemanejes de aúpa. He aprendido a callar". Otro terció contando algunos detalles de la tristemente conocida historia de su padre: un concejal del PP que ha dimitido por las reiteradas amenazas de muerte que recibió. Yo les conté lo que un conocido socialista local me había explicado un par de horas antes: "Frecuentemente procuro entrevistarme con gente independiente de la comarca para intentar formar listas socialistas: la mayoría de las veces concretar la cita es difícil, puesto que rehúyen los lugares públicos y temen horrores que me desplace yo a su casa. Temen perder una obra, un encargo, una ayuda, un favor. Incluso más que perder algo, temen tener a nuestro pequeño PRI en contra". El hombre que me había contado esta última escena es militante socialista y, por tanto, parte interesada. En cambio, ninguno de mis antiguos alumnos parecía hablar desde el prejuicio anticonvergente. Reflejaban las características de su generación: seguridad técnica (están mejor preparados que nosotros), orgullo -que no vanidad- profesional y ambición laboral. No denunciaban, constataban lo difícil que en la Administración catalana es avanzar con el carnet del esfuerzo personal. Les ofende personalmente, no políticamente, encontrar en cada rincón de la Administración autonómica a un tipo con carnet traduciendo al catalán el célebre principio de Peter, a un sabueso de pocas luces pero de fuerte ladrido ahuyentando de la finca administrada a quien ose entrar sin aval. También la Administración catalana es el "botín del político", como lo fue siempre la de Madrid (en este punto no hay "fet diferencial"). No todo fueron críticas, sin embargo. Muchos alababan el coraje y la amplitud de miras del actual alcalde convergente de Ripoll, Eudald Casadesús, gran persona, también ex profesor del centro, que combate la depresión comarcal con todas las armas a su alcance y siguiendo la estela del socialista Pere-Jordi Piella. La moraleja de este cuento no puede ser, por tanto, simplista o maniquea. Es evidente que el país ha avanzado bastante. Ripoll, por ejemplo, cuando yo estuve caía en vuelo libre por el precipicio de la crisis. Ahora empieza a remontarse. Dejando a un lado, sin embargo, los cambios económicos y estructurales, que Jordi Pujol no puede negarse que ha apoyado y promovido, es también evidente que la Generalitat pujoliana ha tocado fondo. El peor fondo. Las anécdotas que me contaron mis ex alumnos se cuentan a diario en mil pequeños coros parecidos. A media voz, pero en todas partes, se habla de los hongos mefíticos del Gobierno convergente. Los inevitables hongos que cualquier política demasiado larga genera en su inmovilidad. Los mismos que le crecieron al Gobierno de Felipe González, aunque a éste, como ahora estamos comprobando, le salieron muy fotogénicos, judicialmente barrocos. De regreso pensé en aquellos años de la transición con Tarradellas. Cuando tantos abandonamos la política para trampear en solitario, sin las muletas de las grandes ideologías, el oficio de vivir. Sería casi bizantino buscar lo que ha fallado en la política democrática para que haya envejecido tanto en estos 20 años. De hecho, la vida en general tiende fatalmente a la putrefacción. Puede que los hongos sean inevitables. En todas partes han cocido habas. Y, a pesar de todo, con seguridad ha faltado algo que nosotros tuvimos: el impulso gratuito y generoso, de inspiración católica o marxista, que hizo fructificar las ideas políticas en los sesenta y setenta. No debe ser posible recrearlo artificialmente. Y a lo mejor sería hasta peligroso: éramos también bastante dogmáticos y cerriles. Quien pretenda renovar de verdad algo, sin embargo, quien pretenda generar un entusiasmo renovador, tendrá que reabrir el viejo círculo de la participación política no profesional. Y no será fácil. Los hongos son extraordinariamente persistentes. Están ahora éstos sacándole el máximo partido al botín de la Administración y hay colas en la puerta contraria, con muchos aspirantes dispuestos a entrar en ella a saco.

Antoni Puigverd es escritor.

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